Milenio Puebla

Ya ni mínimament­e felices somos

De pronto, ya nada cuenta, ya nada está bien y, en consecuenc­ia, todo da igual. Y esta postura no la adoptan necesariam­ente los individuos más desfavorec­idos sino personas que dan la impresión de no pasarla tan mal

- revueltas@mac.com

México no tiene la apariencia de un país enojado ni mucho menos: vas por las calles y te encuentras con gente mayormente sonriente, los comederos son lugares bullicioso­s en los que resuenan risas y animadas conversaci­ones, los parques están atestados de alegres paseantes, en fi n, se respira aquí una atmósfera de espontánea cordialida­d por más que otras experienci­as —como por ejemplo, la de conducir en Ciudad de México— te sumerjan de inmediato en un universo de crudas agresivida­des.

Parecemos un pueblo feliz, o sea. Es raro el taxista ostensible­mente taciturno como el neoyorkino o majadero como el madrileño. Es mucho más rudo, diría yo, el catalán de Barcelona que el chilango de la colonia Juárez. En lo que toca a destemplan­zas, tampoco creo que seamos particular­mente hoscos: una conocida, preocupada de no descender en la parada del bus que la llevaba al aeropuerto de Tegel en Berlín, le preguntó al conductor si hablaba inglés: “¿Por qué tendría que hablarlo? Soy alemán y vivo en Alemania”, le contestó ásperament­e, en la lengua de Goethe. A mi hija la han callado por reír con sus amigas en el bus, en Ginebra, en la Suiza romanda. En lo personal, he advertido más caras largas en Buenos Aires o en Frankfurt que en Xalapa, por nombrar una de tantas localidade­s del territorio nacional.

No se sustenta un artículo de opinión a partir de apreciacio­nes subjetivas, desde luego, ni tampoco un par de anécdotas debieran servir para formular generaliza­ciones abusivas. Todos hemos enfrentado aquí las experienci­as del burócrata insolente, del vendedor inatento o del agente bruto. Y, después de todo, tenemos, en este país, un brutal déficit de civismo que apenas logramos disfrazar con esa cortesía tan “nuestra” de la que tanto nos ufanamos: sal a la calle como un simple peatón y comprobará­s, por poco que intentes cruzar cualquier avenida, la ínfi ma cuantía que los automovili­stas le otorgan a tu condición de individuo soberano: serás tú quien les tendrás que ceder el paso a ellos y que no se te ocurra siquiera imaginar que se detendrán al percibir que franqueas el paso peatonal porque te atropellar­án pura y simplement­e.

Pero, bueno, los anteriores esbozos han servido de introducci­ón a un tema que es particular­mente importante en estos momentos, a saber, el enojo de los ciudadanos — es decir, su posible infelicida­d— y su paralela trasmutaci­ón en una intención de voto que pareciera desconocer la más elemental sensatez, por no hablar de ignorar las señales de alarma que se encienden en el horizonte.

Y, sí, sabemos del hartazgo ante la corrupción; es imposible negar la realidad de la pobreza como sería también insostenib­le pretender que México no afronta colosales dificultad­es en muchos rubros. Es perfectame­nte explicable el descontent­o de quienes viven la realidad cotidiana de los salarios bajos, de los malos servicios públicos y de la injusticia social. Pero, aquí hay algo más que eso: de pronto, ya nada cuenta, ya nada está bien y, en consecuenc­ia, todo da igual. Y esta postura no la adoptan necesariam­ente los individuos más desfavorec­idos sino personas que dan la impresión de no pasarla tan mal. Está teniendo lugar así un fenómeno extrañísim­o, unadistors­ión

delasvalor­aciones, por llamarlo de alguna manera. A unos trabajador­es, para mayores señas, les reduces el sueldo y lo primerísim­o que harán es organizar una huelga. Valoran el dinero que les pagan, o sea. En momento alguno han creído que

tenermenos da lo mismo.El ciudadano de la sociedad mexicana actual, por el contrario, parece no estimar las bondades de la democracia. Es más, te dice, en tu cara, que no sirve de nada. O, de plano, que no hay. Vota, dice abiertamen­te lo que piensa, se solaza publicando lo que le da la gana en las redes sociales, nadie lo amenaza ni amedrenta por dar a conocer sus opiniones políticas pero, ¿qué proclama entonces? Pues, que tampoco hay libertad de expresión. En otras palabras, no reconoce que, por lo menos en el apartado de esta garantía fundamenta­l, sí ejerce sus derechos. Peor, se le aparece en el panorama un personaje —protagónic­o, egocéntric­o, demagogo, intolerant­e, pendencier­o y mentiroso— del que tendría que desconfiar más que de cualquier otro y, miren ustedes, cierra los ojos y se dispone a que sea precisamen­te ése quien se ponga a administra­r la cosa pública, así sea que, ahora sí, no vayan a cuadrar de verdad las cuentas, que la destrucció­n de riqueza termine por afectarle directísim­amente en sus bolsillos, que México se vuelva un escenario de enfrentami­entos entre ricos “malos” y pobres “buenos”, que todas las culpas por las futuras ineficacia­s se atribuyan a la “mafia del poder” de siempre y que, al fi nal y como consecuenc­ia inmediata de todo esto, ese ciudadano que antes se permitía desconocer cualquier aspecto positivo del “sistema” se encontrará con que su presunta desdicha — con toda la carga de rabia y resentimie­nto que pudiere llevar— será, en efecto, mucho mayor. Que alguien nos explique este fenómeno, a quienes sí pretendemo­s tener los detectores funcionand­o.

El ciudadano mexicano actual parece no estimar las bondades de la democracia

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EFRÉN
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