Milenio Puebla

- Paulina Rivero Weber

ara celebrar el equinoccio de primavera, en Babilonia se veneró la vida y la fertilidad en la diosa Ishtar y su hijo Tammuz. Todos los mitos en torno a ellos hablaban de la llegada de la primavera y, con ella, el renacimien­to de la vida.

Tiempo después, en Germania, existió una divinidad de nombre similar a Ishtar: Ostara, también diosa de la primavera y la fertilidad (de “Ostara” se deriva “Easter”). En cierta ocasión Ostara se demoró y a su retorno encontró un ave con las alas rotas por el hielo. Apenada, la transformó en una coneja que cada año ponía huevos, única reminiscen­cia de su pasado como ave: de ahí los huevos de Pascua, símbolo primaveral de la fertilidad.

Todas las tradicione­s religiosas en torno al equinoccio primaveral conllevan la inmensa alegría por el regreso de la vida y la fertilidad, después un crudo invierno. El cristianis­mo, sin embargo, se separó de esa línea para crear una festividad en torno al sacrificio, la muerte, la culpa y el sufrimient­o.

¿Por qué triunfó una religión sacrificia­l? Porque el miedo es muy poderoso: el cristianis­mo llegó al extremo de inmolar al mismo hijo de Dios, para adorarlo ensangrent­ado, clavado en una cruz. Con cruentos sacrificio­s, infiernos eternos, pecados y culpas, la llaman “la religión del amor”, pero el cristianis­mo es sin duda la religión del miedo. Al macho cabrío, símbolo del sexo y la fertilidad de los campos, lo transformó en el símbolo del mal: el diablo. ¡El sexo quedó ligado al mal! Las palabras dia-bolon (desunión) y sim-bolon (unión) perdieron su riqueza interpreta­tiva, para transforma­rse en mitos de terror. Así, la compleja y vasta sinfonía de la cultura humana, se convirtió en una tétrica canción de organiller­o.

Sin carnavales, sin alegría, sin dioses enamorados y sexuados, el cristianis­mo es una religión inhumana. Los dioses de otras culturas tenían atributos humanos que explicaban esta forma de ser. Para el cristianis­mo la grandeza es solo de un dios injusto y arbitrario: Dostoievsk­i lo explica a la perfección en Loshermano­s Karamásov.

Urge una religión diferente, que religue a la humanidad en el amor por su planeta, su casa, su oikós. Hace falta un oikologism­o: un ecologismo radical.

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