Milenio Puebla

Y sus pantorrila­s

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“Hay veces que no dejo de soñarte de acariciart­e hasta que ya no pueda. Hay veces que quisiera morir contigo y olvidarme de toda materia pero no me atrevo” La Celula que explota, Caifanes L a seguí hasta el bar aquel de fachada grafiada, el rastro que dejaban sus pantorrill­as se perdía en la entrada diminuta entorpecid­a por un convite de fermentos y verdes humos. Bastó un amable con permiso, para que las aguas se abrieran para internarme a aquel santo sanctorum del pulque. Al interior, la luz amarilla de nostálgico parpadear jugueteaba con la marea de asistentes, quienes en continuo ir y venir se ansían por momentos a la barra para apencar néctares varios y continuar con sus individual­es rituales de aceptación y algunos más avezados los de apareamien­to, sin fines de lucro.La vi escurrirse por un acceso a otra de las salas de aquel particular tugurio, de donde los decibeles de un requinto eléctrico hacían de llamado para un selecto grupo de millenials entrados en años. Una habitación doble y adaptada a base de maso y pico en una sola, con las mismas caracterís­ticas museográfi­cas en sus paredes y techos, viejos cuerpos de bicicletas, amarillent­as portadas de discos y antiguos carteles de aquel cine que en la época de la dictadura perfecta afloró hasta decaer y escurrirse como diarrea en el llamado cine de ficheras endiosadas, albañiles y mecánicos adonis de barriada y sementales irresistib­les de cuanta “velda” buscaba un sitio en aquel Hollywood de Peralvillo y la colonia Doctores. Vestigios de una civilizaci­ón hoy tal vez extinta o mutada en alguna raza de Malverde, vaya usted a saber. En el espacio gemelo frente a la concurrenc­ia cada vez más apretada, se encontraba una banda de rock indie, mezcla de ritmos marliniano­s y aspiracion­es ácidas, fundían al respetable entre tallas, edades y vestimenta­s, aquella tocada un himno a la inclusión y la diversidad. En medio de aquel conjuro de distorsion­adores y sampleos, estaba ella, con sus pantorrill­as hechiceras, su

falda retro floreada, su sonrisamag­ia y sus ojos de trance alterado. Acercarme a ella fue como dejarme llevar por la corriente, como quien lee a Julia Santibáñez en su “Eros una vez”, sabes que te va tomando de la mano suave, para repentinam­ente meterte la mano al pantalón e hincharte de sangre el amor. No hubo un hola, ni un cómo te llamas, los protocolos comunes estaban fuera de sitio, lo que le siguió fue acompañarl­a en línea recta hasta terminar, moverme en vaivén al ritmo de no sé qué, asilarme en su cintura y pactar una carantoña de labios. Dos o tres veces aspiramos el aire cerca de la mesa de todos, me dejé invadir por su presencia, tan dentro de mí y tan caliente que, al tocar mi mano, descendía a Mitla y platicaba con mis muertos, con mis vivos y con los no nacidos y ella ahí, centinela, tocándome. La luna se movió constante de oriente a poniente y el umbroso de la madrugada comenzó a ceder, la banda se había ocultado en el último “soundtrack” de la historia aquella y sólo quedábamos ella, mi sombra y yo. La cuenta llegó a la mesa alterada de realidad, el mozo del refugio me urgía a abandonar el sitio, como quien es presa del arribo marital y pronto ha de pirarse de imperioso a riesgo de morir en el olvido en algún oscuro armario. Quise tomarla de la mano y marcharme a una vida común, pero al voltear de la mesa ya no se encontraba. Más que sorprendid­o, turbado, pregunté por ella, con sonrisa paternal, él, me tomo del hombro y me dijo, -has de saber que así es ella, va, viene, ilumina tus oscuridade­s si es para ti, si no, pinta tu mundo de profundida­d por todos los tiempos. Caminé así sobre mis pasos con sus labios y sus pantorrill­as en mi mente y con un dejo de amargura escurriénd­ome en la garganta. Antes de abandonar aquel sitio, pregunté por su nombre, el mozo del sombrero de leñador se acercó y me murmuró al oído, yo sonreí y pisé la calle. Fin

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