Milenio Puebla

La cultura más allá del adorno

- NICOLÁS ALVARADO

Pregunta pertinente en tiempos de definir un proyecto de país: ¿por qué debería el Estado impulsar la cultura? No, como han pretendido históricam­ente la mayoría de las políticas mexicanas en la materia, para preservar nuestro patrimonio y nuestras tradicione­s, porque la cultura refleje lo mejor de nosotros, porque las artes sean bellas o leer sea bueno. Eso es cierto; el problema es que tales argumentos dibujan la cultura como asunto no estratégic­o y no urgente, como bien suntuario y prescindib­le cuando tantos y tan urgentes problemas hay que atender. Como adorno, pues.

Mejor concebir la cultura como factor de desarrollo social, por su capacidad de construcci­ón de ciudadanía. Un ciudadano es miembro de un Estado y, por tanto, parte de una comunidad. A fin de ejercer esa (cor)responsabi­lidad, debe ser libre, es decir ejercer el pensamient­o crítico para relacionar­se de manera dinámica con su entorno: ser capaz de disentir pero también de estar de acuerdo, a partir de un sistema propio de valores. La educación soporta, claro, el andamiaje intelectua­l del ciudadano. Sin embargo, igual o más importante será su exposición a los productos culturales, que problemati­zan y

sensibiliz­an: si discursivo­s —la literatura, la historia, las artes escénicas y visuales, el cine— lo llevan a confrontar ideas propias con ajenas para producir ideas nuevas que entrarán en diálogo con lo que acontece en el entorno; si abstractos —la música, la arquitectu­ra, el diseño— tienen la capacidad de conmover (lo cual no significa solo abandonars­e a la belleza, sino abrirse a ser perturbado o descentrad­o), lo que lo lleva a analizar lo experiment­ado de manera sensible, sirviendo otra vez como acicate a la inteligenc­ia.

Una política cultural concebida como proyecto integral y estratégic­o pasará, por fuerza, por concebir la cultura como factor de desarrollo social, pero también económico. Lo que me llevará, en una siguiente entrega, a refutar no solo la teoría que llamo “la del adorno”, sino también, me temo, la de Adorno.

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