UN HOMBRE EN PIE DE GUERRA
DANUBIO TORRES FIERRO
n una vida —la mía propia— llevada en régimen de intermitencias, Octavio Paz apareció, desapareció y reapareció varias veces. Pero el Paz con el que la doble relación amistosa y profesional se dio más cercana y que más me tocó fue el Paz de los años 1975 y 1976. Eran, sin que lo supiéramos, los años últimos de Plural, la revista en la que ocupé el cargo de Secretario de Redacción hasta que una tarde, cargada de nubes, debimos abandonar sus oficinas de la avenida Reforma, número 18, cargando cajas de cartón que atesoraban originales y correspondencias. Plural fue una verdadera hazaña intelectual, y fue también un parteaguas ideológico y político en la historia de México, de América Latina y de España, y por extensión de las áreas norteamericanas y europeas vinculadas a esas geografías nuestras. “Se trata de una revista que busca disipar prejuicios e ideas preconcebidas. Yo quisiera que fuera, simultáneamente, un reactivo y un estimulante”. Así resume Paz en una carta que me dirige, fechada el 6 de diciembre de 1975. Es una carta que aquí se publica íntegra; en ella, y como podrá comprobarse en su lectura, se trazan las líneas centrales de la revista y se hacen consideraciones sobre la relación interna con quienes integraban su Consejo de Redacción. Se trata de un documento excepcional.
Hombre de pie siempre, y hombre en pie de guerra permanente, Paz transmitió esos dos rasgos distintivos suyos a la revista: polémica, replicadora, sin miedos, Plural fue una revista de su tiempo, para su tiempo y contra su tiempo. Paz también le transmitió su rigor, su curiosidad y su claridad intelectuales, empleados de tal modo que hacían de la oportunidad periodística, del favor razonador y de la audacia mental unas virtudes eléctricas. Paz, en efecto, y en este sentido, parecía firmar todos y cada uno de los textos que se publicaban, que se trasmutaban entonces en prolongaciones de sus intereses, su temperamento y sus análisis. Así, la revista liquidó tabúes, renunció al totemismo, aireó la plaza pública. Y más: revalorizó las tradiciones heredadas, defendió un gusto estético propio que se originaba y se rehacía en las vanguardias (un punto éste capital por entonces, cuando la modernidad muy siglo XX intentaba convertirse en posmodernidad) y dio a conocer, con igual impulso eficaz, lo que era de aquí, nuestro, y lo que venía de allá, ajeno pero también muy nuestro. Allí Kazuya Sakai, el argentino japonés, y Vicente Rojo, el español mexicano, dieron una batalla por hacer que el diseño gráfico fuera novedoso, y para poner al día el debate de las artes plásticas. La revista difundió, un mes sí y el próximo también, con una didáctica de andadura galvanizadora y subversiva, que por sí misma parecía portar una suerte de arte poética echada a andar a cada treinta días, las ideas que formaban el paisaje de una época y las figuras que lo exponían. Era una revista, por cierto, que al golpear en su inteligencia y en su capacidad de sorpresa al lector, lo desadormecía y lo enaltecía: lo estimulaba. Una visión del mundo a la vez íntima, vinculada a las emociones creadoras subterráneas, se codeaba en sus páginas con una visión social, de resonancias políticas ecuménicas, y con una visión diríase que espiritual, apegada a unos trasfondos morales vicarios. Aupado en esos pedales, se establecía un pacto efectivo entre el lector (un lector de clases medias instruido y ávido, que por esos tiempos tanto acompañó a las manifestaciones del boom literario hispanoamericano y tanto influyó en la formación de un civismo militante y participativo) y las palabras destinado a poner un nombre a, y un orden en, la furia de las pasiones y el ruido de la realidad.
Dije al comienzo de este texto que el Paz de los años 1975 y 1976 fue el que más íntimamente me tocó. Ofrezco dos pruebas de nuestra mutua cercanía. En cierta ocasión, le pregunté qué razones lo habían llevado a escogerme como Secretario de Redacción de Plural, su respuesta rápida fue: “Porque usted es un extranjero, no está comprometido con los locales y tiene por tanto una distancia saludable, que juega a su favor”. La segunda prueba. Una tarde, en su apartamento alto, encristalado y luminoso de la calle Río Lerma, al preparar el índice de un número próximo de la revista [“¿Dónde diablos está esa nota sobre las traducciones de Mallarmé de los brasileños que Tomás Segovia nos prometió?” “Vea aquí: el artículo que le pedí antier a Carlos Fuentes ya llegó: ése sí es un verdadero escritor”. “Danubio: no se olvide que tenemos que publicar dos o tres ensayos extraordinarios de Auden, desconocidos en español, y las reflexiones de Pierre Reverdy sobre poesía y política”], aquella tarde, entonces, Octavio me miró a los ojos, acaso con un fondo de censura por un motivo equis, y me dijo: “Acuérdese: una reseña, una nota, un comentario, tienen que ser, ante todo y sobre todo, una pieza literaria”. ¿Cómo olvidar —me digo ahora, a tantos años de distancia— el consejo y cómo olvidar a Paz?