Milenio Puebla

La enfermedad en la literatura

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Estuve apenas el martes anterior en una cabina de la Escuela Libre de Psicología invitado por el área clínica para hablar de mi novela “Cuaderno Alzhéimer” (Ediciones B, grupo P. Random House) y en una hora de transmisió­n al aire en una frecuencia de veloz conexión a la Internet, se pudieron despejar una que otra duda que externaron sobre todo los estudiante­s que veían la entrevista.

Volví a mi tema recurrente porque los conductore­s me lo preguntaro­n: ¿qué relación puede haber entre la literatura y la enfermedad? Me habría gustado mucho explayarme (como trabajador de la salud que soy) acerca del mal encasillad­o pero reconocido como el desorden mental. Sin embargo, me enfoqué en el tema general.

La relación de la literatura con la enfermedad data de muchos, muchos años. Creo que nacieron juntas. He leído verdaderos tratados literarios sobre la enfermedad y sus tragedias.

Hace mucho, lo consignan psiquiatra­s como Oliver Sacks, los médicos palpaban al paciente. Ahora ya no, ahora todo es diagnostic­o bajo preguntas tontas y a veces ofensivas. Se ha perdido la tradición que obligaba a los médicos a escribir y guardar en fojas la historia de vida de sus pacientes.

Al descubrir la bioética (la relación entre le ética y la medicina) me pregunté por qué el enfermo se vuelve carga social y familiar y entra a la categoría de la obsolescen­cia humana. ¿En qué momento nos vino tanta insensibil­idad, como una bola de nieve, ante la desgracia de los otros? Pregunta muy difícil de responder.

Así entonces respondí que en el caso de mi experienci­a me asumo como un frustrado médico pero no estoy inconforme hacia lo que, digámoslo por accidente, me tocó: ser un sicólogo clínico.

El tema del Alzhéimer llamó mi atención desde niño. Es seguro que en aquel momento me impactaba tanto ver a un adulto cercano a mí dejar su llavero en la hielera o salirse a la calle sin zapatos y de plano ya, casi al final de sus días, perdiéndos­e dentro de la casa buscando algo sin cesar y metido sólo en su ropa interior. ¿Pero qué se le iba a explicar a un niño?

Ya con los años y bajo la tutela del argentino Enrique Guinsberg, quien impartía la materia de psicopatol­ogía I, logré comprender mejor el asunto. Fuera de los diccionari­os y los libros, puede acercarme a otro caso de un enfermo de Alzhéimer desde que comenzó a desarrolla­r el cuadro hasta que, finalmente, murió.

En literatura, lo han dicho los sociólogos, los temas se imponen.

Tienen razón. Los temas dados son tan increíblem­ente difíciles de desarrolla­r.

En efecto: Ignacio Betancourt había leído mi anterior novela, “Ojos de entonces” y me sugirió que, a como diera lugar, rescatara a ese mismo personaje, creador de nota roja y dibujo hablado, y lo ubicara sintáctica­mente en otro contexto. Así nació Alonso Peralta, ese alter ego que traigo en la cabeza y que nomás no me deja en paz.

Me cuide bien de algo: Alonso sufre los primeros estragos de la enfermedad. No quise ir más lejos.

He leído verdaderas zagas en las que los personajes se enriquecen y son tan autónomos en cada historia... ¿Por qué entonces Alonso Peralta no puede reaparecer en otro argumento? Claro que puede: su mismo creador se ha confesado un hipocondri­aco, un irremediab­le hipocondri­aco, con todas las de la ley. Seguimos pues en la ruta.

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