Milenio Puebla

María Dolores Pradera

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M e irritan las ingratas páginas y los noticiosos televisivo­s cuando sólo dedican unas pocas líneas a personajes que, luchando día a día a través de su trabajo, han dejado una impronta internacio­nal. Eso ha sucedido con María Dolores Pradera, quien apenas el pasado 28 de mayo se fue hacia las estrellas como se va la gente que vive para amar haciendo arte. Nacida en Madrid, el 29 de agosto de 1924, ella aún cantaba a sus 93 años, es decir, hasta casi lo último de su vida. En México pareciera que el asunto les pasó por alto. Es más, ni la chismosa Paty Chapoy que en todo anda, lastimado los oídos con su ingrato tono de canario perezoso, dijo nada.

Me olvide de monitorear a los locutores del grupo Radio Centro, ahora unidos a otra estación de radio. Y como ya no veo el canal de las estrellas desde que me entró la fobia por su programaci­ón, menos me enteré. Pero como las redes son omnipresen­tes y a la bandeja de mi cuenta de twitter me llega todo lo inimaginab­le, me dediqué esa tarde completa a revisar la informació­n y nada, una que otra semblanza fofa y ya.

Es por eso que decidí entonces dedicarles este espacio a ella.

Siempre que escucho una canción la asocio a una vivencia extraña, satisfacto­ria, embrujada o-definitiva­mente-mala.

En cuanto supe lo de la muerte de María Dolores Pradera me llegó a la memoria (el trabajo de la memoria es incansable como el del corazón), la nevería Acrópolis que visitaba de adolescent­e. Pero luego me fui más allá, en el tiempo: Sí, en mi pubertad, en el largo, lujoso y hermoso patio de la casa que me vi obligado a dejar en Oviedo, entraba esa modulada y elegante voz que provenía de una tienda de ultramarin­os propiedad de Don Cantábrico (el Árabe, le decían) cuyo aparato de sonido tenía por poco en la banqueta de aquella calle soleada y prodigiosa.

Coincidenc­ias de la vida: al llegar a México, me entero que Dolores Pradera (recuerde el lector que uno de mis primeros empleos fue en una cabina de radio) interpreta a un fresnillen­se que para mí era casi inadvertid­o, hablo del compositor Tomás Méndez, el autor que encumbró a la fama a Lola Beltrán (a Lola la Grande) con su melosa Cucu-rru-cu-cu-paloma, que en lo particular jamás me gustó, ni en la rockola del bar más recóndito de todo el territorio.

Sin embargo, reconozco que si Dolores Pradera (ella tan elegante intérprete) escogió una de sus canciones, no debió de ser tan mal compositor: “Golondrina presumida”. Cuenta la letra pero para mí cuenta más la interpreta­ción. Varios la han cantado, nadie como Dolores Pradera: “De allá del mar vendrá / golondrina presumida / golondrina consentida / preferida de este amor / De allá del mar vendrá”...

Don Cantábrico dejaba que el LP diera vuelta en sus 33 revolucion­es que conservaba un repertorio de Chabuca Granda: “Fina estampa” y “La flor de la canela”, entre otras.

Raro: Dolores Pradera me hizo poner la atención en Tomás Méndez y ahora que ella ha muerto, vuelan mis recuerdos hasta aquella calle que olía a los ultramarin­os de Don Cantábrico.

Me he propuesto regresar un día a Oviedo, me han dicho que la casa que ahí habité ahora es un hotel de cinco estrellas. Ya no está Don Cantábrico pero en una de esas se deja escuchar entre el aire a María Dolores Pradera cantando las letras de la limeña Chabuca Granda o de Tomás Méndez. Creo que todo es posible.

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