La gran apuesta
En su juventud, el fraile nunca pensó participar en unas elecciones democráticas ni vivir la alternancia; vivió la dictadura perfecta del PRI y no quiere imaginar la de otro partido; por eso, a quien gane este domingo le exigirá un buen gobierno y el fort
E l cartujo se guarece en su pequeña y silenciosa celda. Revisa libros, periódicos y revistas, evoca su primera vez ante las urnas, carente de suspenso: el presidente de la República sería José López Portillo, quien en su libro Mis tiempos (Fernández editores, 1988) rememora: el 17 de septiembre de 1975 fue llamado a Los Pinos por Luis Echeverría para preguntarle si aceptaba la candidatura del PRI. “Sí, señor presidente. Acepto”, respondió con disimulada emoción. Cinco días después, el nombramiento se formalizó en un acto encabezado por Fidel Velázquez, líder de la Confederación de Trabajadores de México, empezó entonces el carnaval de discursos, adhesiones, multitudinarios acarreos.
“El remolino cotidiano me hacía vivir por momentos —escribe López Portillo—. Las delegaciones de cada uno de los Estados de la Unión, frecuentemente encabezadas por los gobernadores. Los sectores, los grupos, los sindicatos, los gremios, los clubes, las asociaciones, la gente, la gente, la gente. Todo el tiempo gente a la que hablar y a la que saludar, al extremo de que se formaron callos en mi mano derecha, tanto en el canto, como en el pulgar. El callo me duró lo que la Presidencia”.
Tenía 55 años, se sentía “fuerte, poderoso, capaz”. Nada se interponía entre él y el poder. La maquinaria priista todavía funcionaba a la perfección y López Portillo reflexionaba: “el candidato del PRI, se sabe que ganará las elecciones porque el partido es mayoritariamente apoyado y así, históricamente, se ha demostrado. Y esto no es antidemocracia ni muchísimo menos, sino una de las eventualidades de todo sistema en el que se decida por mayoría de votos. Puede ocurrir el evento, inclusive, del voto unánime, difícil prueba de la democracia, que puede ser su gloria o su agotamiento, porque existe un derecho a la coincidencia como lo hay para la disidencia”.
En 1976 el monje anuló por primera vez su voto, se sintió bien: había decidido nunca votar por el PRI. Pero desde su discurso de toma de posesión sintió simpatía por López Portillo, sobre todo cuando casi para terminar dijo: “A los desposeídos y marginados si algo pudiera pedirles, sería perdón por no haber acertado todavía a sacarlos de postración, pero les expreso que todo el país tiene conciencia y vergüenza del rezago y que precisamente por eso nos aliamos para conquistar el derecho de la justicia”.
Llegó el boom petrolero, la desbordada confianza en pertenecer al primer mundo, la certeza de “administrar la abundancia”. Pero todo se derrochó, la corrupción, pero también la frivolidad, la soberbia, la negligencia nos pasaron la factura, a todos no solo al gobierno. En su excelente ensayo “Un progreso improductivo y un presidente apostador” ( Vuelta, diciembre, 1982), Gabriel Zaid recuerda cómo en 1981, con la imprevista baja en los precios internacionales del petróleo, se comenzó a desmoronar la fantasía de un país rico y poderoso. El presidente se negó a aceptar “las malas noticias de la realidad”. “Y, así, el secretario del ramo anunció que México iba a subir los precios y hasta a seleccionar a sus clientes. Fue una apuesta ridícula que, afortunadamente, en muy pocas semanas mostró ser tan ruinosa que obligó a rectificar. Pero el daño estaba hecho. No solo costó clientes y divisas: hizo dudar del milagro y de unos administradores de la abundancia que, evidentemente, no sabía a lo que estaban jugando”.
La crisis económica de 1982 todavía le duele al amanuense, perdió sus pocos ahorros y la confianza en las promesas de los políticos. Buenos deseos Pesimista, el fraile nunca pensó participar en unas elecciones democráticas ni vivir la alternancia. Se ha convertido en un emisario del pasado, con sus remembranzas, apego a los medios tradicionales y recelo ante las redes sociales, tantas veces refugio de mercenarios o fanáticos incapaces de dialogar con quienes tienen otras ideas, otra manera de ver la vida, de admitir la posibilidad de la derrota o disfrutar el reto de una buena polémica.
Vivió la dictadura perfecta del PRI y no quiere imaginar la de otro partido. Desde su primera vez han transcurrido 42 años, no sabe si volverá a anular su voto para la Presidencia, pero sin duda exigirá a quien gane un buen gobierno y el fortalecimiento de las instituciones democráticas. “Lo mejor de la cultura del progreso está en su tradición crítica”, dice Zaid y tiene razón, solo así podremos lograr un mejor país para todos.
En La Jornada, Claudio Lomnitz escribió: “Viene un cambio importante en México. Bienvenido sea. Pero mi deseo para el país es que la información real, basada en técnicas periodísticas serias o en procesos científicos aceptados, fluya libremente, y que no se confunda el conocimiento y la crítica con los efectos de alguna oscura conspiración”.
Ojalá los asiduos a los rumores se amarren la lengua (la física y la cibernética) y esperen los resultados oficiales antes de festejar el triunfo o llorar el fracaso de sus candidatos. Los retos son muy grandes como para gastar la pólvora en infiernitos y fomentar el encono en un país dividido, inmerso en la violencia y con un presidente de Estados Unidos dispuesto a todo para humillar a México, donde no se necesita un héroe, sino a un verdadero estadista, consciente de los nuevos tiempos, dispuesto a valorar lo bueno y desechar lo malo del actual gobierno. No puede empezarse siempre de cero.
Queridos cinco lectores, en la soledad de la casilla electoral, con sus presentimientos y dilemas, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.