Posmoderno, Posverdad, Pos me largo
E l sueño de Goebbels hubiera sido navegar en internet y usar las redes sociales, en especial Facebook, esa Disneylandia de la vida posmoderna en la que todos son tan justos y correctos que parece imposible que el mundo esté tan jodido. En el mundo digital, dicen hablar, pero vociferan, afirman ser tolerantes, pero se escandalizan ante los argumentos, convierten una experiencia personal en una teoría general para vivir y la exponen sin tapujos al mundo disfrazadas de grandes verdades y revelaciones fenomenológicas. Por si no fuera suficiente, hasta se gestan las nuevas “revoluciones” cognitivas despreciando abiertamente los hechos y la evidencia. Ya no hay un solo Goebbels, hay millones de ellos divulgando y difundiendo datos e información falsa, frívola y banal. Vivimos un momento histórico de éxtasis posmoderno en el que resultan más importantes la representación de los hechos y no necesariamente, los hechos crudos. Incluso, suele decirse que “la percepción es realidad”.
Los ciudadanos no pueden, no saben o no quieren criticar el origen y validez de la información como bien compartido, como capital intelectual. Al respecto, Arendt (2010) explica magistralmente en la “Banalidad del mal”, que la violencia tiene formas y mecanismos racionales que anulan la acción política. Por ello, la ignorancia, el miedo y el consenso son los ingredientes esenciales para un sistema ideológico totalitario. Antes de la aparición de las redes sociales, la estupidez era un asunto privado. Ahora, en cuestión de minutos es un foco de opinión pública y con una audiencia inusitada. Así, precisamente se operan los dispositivos de dominación ideológica, sustentados en la generalización de códigos culturales que se complementan con otros mecanismos de violencia simbólica a fin de conseguir y justificar el exterminio o inconveniencia política de las disidencias.
Al menos para mí, la posmodernidad ha encontrado un terrible arraigo en la psicología y sus escenarios de enseñanza. De hecho, los “psicólogos”, “teorías”, grupos y movimientos más intolerantes, se sirven de la posverdad. A la mayoría de estudiantes universitarios actuales que dicen formarse en la salud mental, no les importa que algo sea incierto. El problema es que tampoco les inquieta preocupa confirmar los hechos, quedando a merced del adoctrinamiento. Mis colegas que dicen enseñar, no se quedan atrás; flippean, gamifican, neuroeducan, coachean, ejecutan “role playing”, cuentan chistes, aplican dinámicas para que los estudiantes lloren, se abracen y se “abran”, movilizan “energías”, hacen talleres “pintacaritas” standupean en el aula, usan risoterapia y para colmo, su compromiso con la enseñanza de contenidos desafiantes y basados en la evidencia es nulo. Estos especímenes se sienten cómodos con sus epistemologías personales y su grito de guerra es: “no hay hechos, sino interpretaciones”, sin embargo, se les quita lo relativista cuando deciden dónde invertir su dinero o al acudir con un especialista en caso de una emergencia médica. En fin, por eso decidí alejarme de la enseñanza, les mostrabas la luna y te miraban el dedo.