Milenio Puebla

Dio su bracito a torcer, enamorada como estaba, aunque más bien subyugada por lo bien que bailaba su muñe: swing, mambo, chachachá, boogie-woogie, y dijo a sus amigas: “De aquí soy”

Con Quincayoso la Malhaya

- Neza

—Ay, esa Malhaya: ¡no se le quita lo malora! —dice la tía Juvencia y con su mano cubre la boca para que no le miren que ya nomás le queda un colmillo en ella. Ma Tomasa, implacable, cada que tiene oportunida­d, de ese detalle se agarra para sofrenarla en lo lengua suelta:

—Juvencia, Juvencia: entre más edad, más te crece el colmillo; pero no paras de andar de juzgona de las vidas ajenas, ¿ora qué le viste a la Malhaya que viene a dar a la plática?

—Pues qué le he de ver, Tomasa: nomás lo que enseña. Que ora anda de arriba abajo, con su librito de rezos y de la iglesia al mercado y de ai adonde haiga difunto. Como que ya le agarró el modo y puede que hasta a la Gloria con el Eterno vaya, después de anduvo jondeando gatos de la cola.

—Muy su vida y sus verijas, prima: ella siquiera supo de la vida y sus placeres, no como alguna que conozco —dice tía Reyna mientras hurga entre sus madejas de hilo para cambiarle la hebra a la aguja— ¿A poco deveras nunca te interesast­e por alguien que te rascara la espalda, que te rebanara los callos? Con esa panzota que te cargas, ha de ser rete difícil cortarse las uñas de los pieceses, pienso yo…

El intenso sol de la tarde veraniega las tiene arrejolada­s bajo el pirú, que sobrevive en el patio como un islote verde en el concreto del patio. Por la noche irán al novenario que en memoria de Quirina la Molotes ofrecen sus amigas en la vecindad, donde le sobreviven cuatro nietas con sus respectivo­s maridos y escuincles, que no paran de corretear durante la hora que dura el rosario de rezos.

—La Malhaya fue muy mi amiga —recuerda tía Juvencia, como queriendo evadir la pregunta de Reyna, pero saca juventud de su pasado, mesa los cabellos que escapan de la trenza y revira—. ¿Quién te dijo que no tuve quién me hiciera piojito- piojito, y me rascara la cabeza como a un lorito, con cariño? Acuérdate, nos íbamos a los bailes de la glorieta, al tíbiritába­ra por sábados por la tarde, y no nos hacíamos del rogar para rayar piso con zapatos de tacón aguja, acharolado­s, las piernas con medias de naylon negras y con costura; mascando chicles Adams de violeta, como pa’ mirarnos bravuconas, echadas pa’lante, a esperar que apareciera­n los chucos y se lanzaran a mover el esqueleto con nosotras…

—Si es que se lanzaban — se anima tía Reyna; escarba entre sus hilos y saca un Delicado con filtro; lo enciende y suelta el humo, formando aritos con sus labios de higo—. Les imponíamos, cómo no; por guapetonas, nada de lacias: las cuatro con nuestro permanente, bien quebrado el cabello, y esponjado. Parecíamos tigras con la bemba roja, como recién embarrada de pitaya, acechando pa’ ver a quién devorarnos. Se notaba que a los batos se les fruncía sacarnos a bailar, pero no faltaba El Valiente: copetudo, trajeado y con tirantes y cacles carapintad­a y sombrero con pluma: decían que de pavo real, pero pa’ mí que eran de zopilote mojado…

—La Malhaya se ligó con el Quincayoso picándole la cresta —recuerda Tomasa, a quien las envidiosas llamaban Nalgaspron­tas—. Le quitaba el sombrero, lo despeinaba y le cantaba suavecito, pero para que orejeáramo­s las otras: Zopilotote viejo,/ cara de suciedad,/ no te la comas toda,/ déjame la mitad…

Con Quincayoso la Malhaya dio su bracito a torcer, enamorada como estaba, aunque más bien subyugada por lo bien que bailaba su muñe: swing, mambo, chachachá, boogie-woogie. Dijo a sus amigas: “De aquí soy”, pero el galán, en cuanto se comió aquellito la arrumbó en casa de su mamá, con quien Malhaya nomás no embonó y se fue a rentar un cuartucho en el Barrio Chino de la Romero Rubio y siguió frecuentan­do las tardeadas y tíbiris y ligando, pero nada de gratis:

—Aquí hay, pero no te doy, a menos que te moches para comer y cenar hoy —decía.

Las cuatro jóvenes vivían en una vecindad de la colonia Moctezuma, entre Iztaccíhua­tl y calzada Zaragoza. Desde pequeñas hicieron migas, jugaban a la comidita, a los encantados, al cinturón escondido entre las macetas con gladiolos, geranios, crisantemo­s y malvones.

Hicieron la primera comunión en el grupo que sacó adelante Cristina la Bigotes en una de las iglesias del rumbo de La Merced. Inseparabl­es, aprendiero­n a resistir de asedio de los morros vecinderos. Solo tuvieron su graduación de sexto grado, con misa en la iglesia de La Lupita y vals en un salón del rumbo. Acudieron al taller de elaboració­n de zapatos aledaño a la plaza de San Pablo, adonde un tío de Malhaya las recomendó: boleaban y ponían agujetas al calzado para caballero. Los sábados cortaban turno a las dos de la tarde y ¡patitas pa’ qué las quieres! Agarraban rumbo a la vecindad, tomaban por asalto el común y se daban un baño a jicarazos; salían rechinando de límpias, rumbo a la fonda de doña Esther, quien las esperaba con enchiladas verdes, un bistec encima, montado, y agua de tamarindo. Se santiguaba­n y “que sea lo que Dios quiera”. Partían rumbo al bailongo

Reyna y Tomasa se casaron y tuvieron hijos. Sus charros negros se opusieron a que trabajaran. Juvencia decidió cuidar a su madre, viuda y cuadrapléj­ica por una trombosis; pasó el resto de su vida en silla de ruedas, “hasta que el Altísimo quitó de penar a mí mamacita en este valle de lágrimas y la llevó a su lado”.

Simón, encargado del taller de calzado, enviudó y convenció a Juvencia para que salieran “a pasear mis reumas nomás: no te comprometo a más; a mis años sería presunción invitarte a unos tacos de maciza; me conformo con los de ojo y si tienes a bien, de lengua”.

—Me dije a mí misma: misma, de que se lo coman los gusanos a que se lo coman los humanos, mejor los gusanos, ¿qué no? Y bien se nutría el condenado, hasta que se difunteó; fue precavido, me dejó un dinerito y ai la voy llevando... Malhaya resistió a cuanto cabresto quiso padrotearl­a. A Ciudad Juárez fue a dar y brincó la frontera, pero se considerab­a, sin tapujos, “buena pa’l petate, pero mala pa’l metate”. Derivó a los placeres de Lesbos. Se supo amada por Leyda. Explotaban sus encantos amándose a pedido. Juntaron un dinerito y volvieron a la capital. Su pareja, enfermó y la dejó viuda, en la depre. Buscaría a sus amigas de la infancia y juventud. Considerab­a echar huesos viejos con ellas.

Antes de llegar al barrio, Malhaya entró a la iglesia de San Hipólito, para santiguars­e y encomendar­se al Señor. Desplegaba sus oraciones cuando un joven seminarist­a le acercó el canasto de las limosnas; se miraron a los ojos, el joven se turbó pero alcanzó a balbucir:

—¿Acepta le invite un helado? Frente de la Alameda hay unos muy ricos.

Malhaya aceptó, lo tomó de la mano. No volvió a soltarlo.

Rentaron en una vecindad de la colonia Guerrero. Sin embargo, los padres del joven llegaron desde Zacatecas y con él se fueron. Malhaya lloró y lloró. Buscó alivio en San Hipólito, Se confesó y fue por el rumbo de sus amigas. Paró en otra parroquia, ofreció enseñar el catecismo, la aceptaron, rentó vivienda y a encaminar almas se atuvo.

—Ay, esa Malhaya — dice tía Juvencia—. Seguro lo suyo es plan con maña. Seguro le gusta la religión, lavar sotanas —y con su mano cubre la boca para que no le miren el colmillo las muchachas, entregadas sus bordados a la sombra del pirú.

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