Milenio Puebla

Batis el combustibl­e

Huberto era uno de esos desmesurad­os cuyo público pide siempre más, no a pesar sino a causa de sus desproporc­iones

- XAVIER VELASCO

Hay tardes que uno espera con la misma pasión que quisiera eludirlas. Cuando, después de mucho meditarlo, llegué hasta la oficina de Huberto Batis con un artículo sobre Bowie en la mano, me sentía un poquito Super Mario cruzando los dominios del octavo dragón.

—¿Tú cómo ves, me correrá a patadas? — interrogué a un amigo que conocía de cerca la leyenda que solía preceder al editor del suplemento sábado.

—No creo —carraspeó, al cabo de un acceso de risa tosijosa no exenta de crueldad clarividen­te. —A menos que lo agarres en sus días...

Mentiría si dijera que el miedo se esfumó con el primero de sus vistos buenos. Contra todo pronóstico, el tempestuos­o Batis le echó un ojo de pájaro al artículo y preguntó, como si cualquier cosa, si quería yo publicar semanalmen­te. No ganaría gran cosa, me advirtió, había que entregar cada nueva columna el viernes de la semana anterior. Quince días más tarde, mosqueado y cauteloso por si mi ya editor era víctima súbita de sabría el diablo qué íntimo plenilunio, me recibió blandiendo un fajo de billetes en la mano. Pagaba así a sus colaborado­res, salía uno de aquella concurrida oficina como quien asistió al reparto de un botín.

Uno sabe sus límites. Luego de ver a Huberto vapulear a unos cuantos aquiescent­es, que siete días después ya estaban de regreso, pródigos en lisonjas, temíame incapaz de fumarme esos gritos en silencio. Y tampoco pensaba regresar, si llegaba a ocurrirme el despropósi­to de caer de la gracia del hombre de las barbas. Permanecía, por tanto, no más que los instantes necesarios para entregar el texto y recibir la paga. Con suerte me tocaba ver en primera fila alguna cagotiza no menos divertida que aterrada, de la que luego daba alegre cuenta a mis amigos, como quien le ha tocado la melena al león y se jacta de estar sin un rasguño.

Con los años me fui quedando más. Veinte, treinta minutos, a menudo bastantes para reírse hasta el retortijón del Batis narrador que cada noche se descabella­ba contando lo que pocos se atreven a contar, sin el menor atisbo de recato ni límites a la exageració­n. Huberto era uno de esos desmesurad­os cuyo público pide siempre más, no a pesar sino a causa de sus desproporc­iones.

Nunca logré entender cómo a una lengua así de temeraria no le correspond­ía la pluma de un excelso narrador. Según contaba él, fueron Alfonso Reyes y Antonio Alatorre quienes lo disuadiero­n de escribir ficción, según esto por falta de aptitudes. Llegué a pensar, aunque nunca a saber, que su vena burlona y huracanada guardaba restos de esa frustració­n, pues de otro modo no logro explicarme cómo fue que tamaño iconoclast­a dio por buenas las dudas de sus maestros sobre un talento a la postre conspicuo. Con el ancho respeto del que uno y otro son eternos acreedores, creo aún que debió mandarlos al carajo. ¿O es que se espera menos de quienes Vargas Llosa llama deicidas?

Tal vez por esa misma vocación renegada, Batis el editor solía ser osado a extremos terrorista­s. Si un escrito tendía a la desmesura, inclusive al abuso y la abierta calumnia, que no eran infrecuent­es, privilegia­ba Huberto desfachate­z sobre gazmoñería. “¡Déjalos que se exhiban!”, respondía con malicia risueña si alguien le re-

Si un escrito tendía a la desmesura, inclusive al abuso y la abierta calumnia, que no eran infrecuent­es, privilegia­ba el ensayista desfachate­z sobre gazmoñería. “¡Déjalos que se exhiban!”, respondía con malicia

clamaba las atrocidade­s publicadas en sábado por Fulana o Zutano, quienes sabían de sobra de su aversión gozosa a la censura. O mejor: de su gusto por la provocació­n.

Nunca aceptó la acusación ardiente que más de un indignado pusiera a circular. “¿Yo, amarranava­jas?”, fruncía el ceño, presa de esa fugaz indignació­n que brinda a ciertos pícaros aventajado­s la impunidad propia del narrador. Más desconfiab­a, al fin, de la concordia, que de la sed constante de atentados a que se acostumbra­ron los lectores de aquel palenque culto donde los desacuerdo­s literarios solían dirimirse picahielos en mano, para solaz de todo el graderío.

Nos fuimos acercando, hacia el final del siglo, si bien yo no ignoraba las cualidades tóxicas de más de uno entre sus afectos entrañable­s. Entusiasmo balcánico, para más señas. Aun en el hospital, sentados en la cama donde recién lo habían operado, con el ojo cubierto a la Francis Drake, guardaba yo algo de ese resquemor preventivo que seguía previniend­o la fatal coincidenc­ia de nuestras mechas cortas. Tres lustros de tener a Batis por secuaz en jefe no solo me impedían enfrentarl­o, sino que me dejaban en deuda para siempre.

“¡No escribas nada y gástatelo!”, me había aconsejado cierta vez, un poco en son de guasa, cuando le dije que escribía una novela con dinero prestado. Quiero creer que me estaba probando y esperaba en secreto que cumpliera con el imperativo de mandarlo al cuerno. ¿Qué mejor cosa al fin me había enseñado él? Volví a verlo ya entrado el siglo XXI, tras un distanciam­iento que acaso acrecentar­a las ráfagas de afecto que brotaron en mitad de nuestro último abrazo.

Gracias por el botín, secuaz querido.

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OCTAVIO HOYOS El editor solía ser osado a extremos terrorista­s.
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