Borges policiaco
Jorge Luis Borges, ha escrito su paisano Guillermo Martínez, tenía una mente poderosamente analítica, con una tendencia a lo clasificatorio, como se deja ver en sus ensayos, y un modo de concebir la tensión entre lo genérico y lo concreto cercano a lo científico. “Como se ve, basta rotar un poco el caleidoscopio de citas para tener un Borges posmoderno, uno clásico, uno científico, uno cabalista, uno vegetariano”, dice el ensayista. “Cada arabesco del caleidoscopio”, como escribió el maestro en su poema “Las causas”, entre las cosas que se precisaron para que sus manos y la de su eventual enamorada se encontraran.
Esa ambición literaria universal del poeta abarcaba, por extensión, casi cualquier tema, y siempre hallaba símbolos y mensajes por descifrar, sobre las que teorizaba como si de un erudito se tratase, siempre aclarando con la tradicional modestia de su pueblo que solo daba opiniones sin ser un experto. Podía recitar en inglés antiguo, meditar en un francés perfecto propio del siglo XVIII, concediendo una y otra vez que acechaba el error por no ser él una autoridad.
En alguna entrevista el también escritor argentino Juan José Saer hace ver a Borges un error en una frase de memoria, el poeta se llama a sorpresa y acepta de inmediato que, entonces, lleva décadas citando mal a un colega suyo. Precisamente Saer censuraba el fenómeno de “religiosidad popular” en torno al maestro, en que se lee su obra como los cabalistas la Biblia, sin espacio a la equivocación, cuando él mismo siempre abría esa puerta.
Esa búsqueda llevó a Borges a interceder a la manera de sus recurrentes fantasmas oníricos por los autores de novela negra, a quienes ofreció un manual titulado “Leyes de la narración policiaca”, en el que adelanta algunas reglas o mandamientos para el relato clásico en la materia, 19 en total, publicadas en 1933 y que hoy recordamos a propósito del 119 aniversario del nacimiento del autor.
Pocos personajes y bien determinados para evitar confusión y hastío propio de los filmes del género es la primera norma, seguida por la puesta sobre la mesa de todas las cartas a fin de que el lector encuentre por sí mismo la solución y no caiga en lo que llama “el defecto preferido” de Arthur Conan Doyle.
Como tercer punto destaca que la solución debe ser lo más limpia y neta posible, sin engorros tecnológicos ni artificios improbables, y en cuarto sitio es imperativa la primacía del cómo sobre el quién. El quinto mandamiento pregona que a diferencia de los thrillers de cine, acá la muerte es como la jugada de apertura del ajedrez y carece en sí misma de tanta importancia, con lo que se aleja al lado opuesto de algunas tramas de Agatha Christie, “quien no deja de ser ella misma: el chillido escalofriante”.
La séptima y la octava leyes versan sobre el desdén de las aventuras físicas, especialmente de los investigadores, y la prescindencia de las consideraciones o juicios morales, mientras que el noveno mandamiento implica el rechazo del azar, que no debe jugar un papel decisivo en la solución final, mientras que el décimo punto expone la desconfianza a vías y protocolos de la investigación policiaca.
Los mandamientos 11 y 12 son capitales: el asesino debe pertenecer al elenco inicial del relato, como ocurre en los “cuentos honestos”, y la solución debe prescindir de lo sobrenatural, que solo puede aparecer como conjetura transitoria a descartar, a la manera de Chesterton. Si el punto 13 parece enunciativo, porque el desenlace no puede incluir elementos o saberes desconocidos para el lector, el 14 es implacable: omisión de la vida privada del detective y de sus aventuras sentimentales o sexuales, regla vulnerada en todas las películas del género.
En el último tramo de máximas demanda escalamiento de desenlaces si son variados y prohíbe que sea el asesino el mayordomo, el inmigrante, el fanático religioso, el extremista político, el narrador y el investigador. Sin embargo, sabedor de un lugar común en relación con los reglamentos, Borges escribió con no poca resignación que el género policiaco vive de la continua y delicada infracción de sus leyes, como cita el propio Guillermo Martínez en un texto publicado por La Nación.