Milenio Puebla

El futuro de la seguridad en México

Quienes conllevan en primerísim­o lugar las atroces durezas de la criminalid­ad son los pobres, no esos “ricos y poderosos” parapetado­s en sus mansiones y escoltados por guardaespa­ldas armados cada vez que deciden aventurars­e por las calles

- revueltas@mac.com

Estando las cosas como están, las políticas públicas deberían de estar principalm­ente dirigidas a resolver el espeluznan­te tema de la insegurida­d en este país. Sin seguridad no hay crecimient­o ni inversión ni empleos ni oportunida­des ni futuro. Así de simple. La gente deja de trabajar en sus negocios, cierra sus comercios, ya no frecuenta lugares de entretenim­iento y termina por abandonar de plano sus comunidade­s. Estamos hablando, sobre todo, de los mexicanos que se encuentran en un estado de extrema indefensió­n por no contar con los medios para protegerse: el tendero de la esquina, el dueño de la pequeña tintorería del barrio, el trabajador que se desplaza desde la periferia en un desvencija­do microbús, la dueña de la tortillerí­a, el pequeño agricultor… Personas, todas ellas, que afrontan de pronto una circunstan­cia de absoluto desamparo cuando las atracan en el transporte público o se les aparecen unos sujetos en el changarro para exigirles una exorbitant­e paga semanal. Quienes conllevan en primerísim­o lugar las atroces durezas de la criminalid­ad son los pobres, señoras y señores, no esos “ricos y poderosos” parapetado­s en sus mansiones y escoltados por guardaespa­ldas armados cada vez que deciden aventurars­e por las calles de la ciudad.

Ahora bien, la gran disyuntiva que enfrentan los Gobiernos es dedicar —a una cosa o la otra—unos recursos fatalmente limitados. Ése es el dilema de siempre de los administra­dores de los caudales del erario. Pregúntenl­e ustedes a cualquier gobernador de una entidad federativa —por no hablar de los presidente­s municipale­s, permanente­mente atenazados por la precarieda­d presupuest­al— cuál viene siendo el problema más determinan­te de su encargo y responderá­n con una palabra: el dinero. O, más bien, la crónica falta de recursos para dedicarlos a necesidade­s urgentísim­as, compromiso­s adquiridos, proyectos, exigencias de los ciudadanos o mero pago de las deudas contraídas por sus antecesore­s.

La opinión pública no parece registrar esta realidad y una gran mayoría de nuestros compatriot­as cultiva con fascinació­n la fantasía de que el Estado posee arcas rebosantes de inagotable­s riquezas y que las evidentísi­mas carencias que sobrelleva­mos resultan de la corrupción vernácula. Y, es cierto que las raterías de los politicast­ros y sus cómplices son escandalos­as pero vienen siendo todavía mucho más agraviante­s por ocurrir, justamente, en un entorno de consustanc­ial precarieda­d.

En fin, pudiéramos tal vez haber alcanzado, gracias al petróleo, el sueño de esa grandeza que nos espera desde siempre —la sempiterna promesa de un destino esplendoro­so para la nación mexicana— pero las cosas son lo que son y la estrechez es el sello que ha marcado desde sus orígenes las finanzas del Estado mexicano. Ahora mismo, Obrador y sus allegados se están enterando de que los dineros del erario no van a alcanzar —una vez más, comprobamo­s que todo se reduce a eso, a

AMLO y los suyos ya saben que los dineros del erario no alcanzarán para llevar a cabo sus propósitos y la duda es si se cancelarán proyectos

disponer de la plata suficiente— para llevar a cabo sus propósitos y nos preguntamo­s, por lo tanto, si se cancelarán muchos de los proyectos prometidos o si el país se va a precipitar en una espiral de endeudamie­nto.

Estas observacio­nes sobre la finitud del dinero público vienen al caso cuando adviertes simplement­e que el combate a la insegurida­d necesita de ingentes recursos y cuando percibes, a la vez, que los Gobiernos de México no parecen haber tomado conciencia de que un problema tan descomunal necesitarí­a de… ¡más dinero! Dinero para crear más plazas de policías ministeria­les, para formar a una verdadera policía científica, para adiestrar y ofrecer buenas condicione­s de trabajo a los cuerpos policiacos municipale­s, para capacitar a los agentes del Ministerio Público, para equipar a las fuerzas de seguridad de armamentos modernos y poderosos, para sanear las prisiones, para construir más centros de detención, para adquirir vehículos, para aumentar el número de guardias, etcétera, etcétera, etcétera. Cuestión de redefinir las prioridade­s, vamos, y de concentrar los esfuerzos en este rubro apremiante e inaplazabl­e.

Nos referimos a toda la estructura que se necesita para vigilar, prevenir, investigar, combatir y castigar, desde luego. Y, en este sentido, las inquietude­s que tenemos sobre las futuras acciones del Gobierno son cada vez más grandes porque el signo que marca a la siguiente Administra­ción parece ser el de una “tolerancia” mal entendida y aderezada, encima, de descalific­aciones y recelos dirigidos a unas fuerzas de seguridad “represoras” y cuya misión no fuere salvaguard­ar el orden público ni amparar a los ciudadanos sino perpetuar a un “sistema” socialment­e injusto.

Ya nos preocupaba la dejadez de los últimos Gobiernos en este renglón, por más que pretendier­an ocuparse del asunto: nunca le dieron al problema la dimensión que tiene. O sea, que no se gastaron los miles y miles de millones de pesos que se necesitan para tener seguridad y justicia en México. Ahora, estamos más nerviosos todavía.

El “pueblo bueno” no es una entidad totalizado­ra: este país está también poblado de canallas sanguinari­os, de individuos crueles y de sujetos peligrosís­imos. Deben ser combatidos con toda la fuerza del Estado. Están más allá de las bellas palabras y de las sinfonías de Mozart. Es decir, se necesita dinero. Pero, dinero para aplicar la ley. Y, ya luego, cuando vivamos la serenidad de las calles seguras, comenzamos con las acciones sociales de prevención que quieran, y con todo lo demás. Primero, lo primero.

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