Sullivan
Salgo a caminar. Más una búsqueda del pasado y menos una huída de mis
días extraños. Estoy frente al edificio de Sullivan 39. Si camino hacia Insurgentes podría llegar a uno de los monumentos más feos de la historia en homenaje a la Madre. Por fortuna, el terremoto del 19/S lo derribó. Si se veía de frente, la mamá enorme parecía una exterminadora, una asesina serial. Si camino hacia San Cosme me encontraré con caras de dolor a las afueras de Gayosso, si me quedo en este punto veo el horrible edificio del Museo El Eco y si volteo el horizonte se repleta de puestos callejeros.
Estas calles llevan meses en remodelación, el Jardín del Arte aún se mantiene cerrado. Sadi Carnot y James Sullivan, una esquina de la que se ha adueñado el hampa. No es la primera vez que el edificio de Sullivan 39 sirve a los artistas para realizar experimentos. A principios de los remotos años 70, el mismo lugar albergó al Centro Libre de Experimentación Teatral y Artística (Cleta). En ese tiempo, un grupo de enjundiosos artistas, ante la ausencia de foros independientes (así se decía entonces y creo que aún se dice), asaltó el Teatro Isabelino, que era parcela del dramaturgo Héctor Azar y se quedó a vivir allí más de 10 años.
Cleta fue todo a la vez: hotel de paso, consultorio de psicoanalistas salvajes, cuartel general del activismo de la izquierda de esos años, teatro comprometido para el pueblo (creo que así se decía entonces), restorán, guardería, club
swinger, iglesia con capilla y todo, donde se adoró a Mao, Marx, Stalin, Lenin, Lunacharsky. Esto lo sé de buena fuente. La fuente soy yo, que dormí en los camerinos más de una vez.
Hace calor. Una o dos veces a la semana, Reforma e Insurgentes son tomadas por contingentes de todos los colores y sabores. Recordé de nuevo la obra de teatro llamada
Máquinasyburgueses, que logró en cartelera más de 20 semanas de éxito en Cleta. La obra se proponía repasar con las armas de la actuación (Meyerhold era lo nuestro) la comunidad primitiva, el feudalismo, el capitalismo, el socialismo y el comunismo, ni más ni menos.
Yo fui responsable de darle vida a tres personajes (se dice fácil): un rey francés homosexual por el que recibí felicitaciones de la crítica; un fisiócrata cuyo momento culminante consistía en pronunciar, ayudado por el acento francés, una frase que nos parecía una ofensa terrible contra el proletariado: laissez
faire, laissez passer. Para arrancarle el alma al personaje, me tenía que pintar el pelo de blanco, poner una nariz con lentes y vestir un traje gris comprado en Tepito. El tercer papel me emocionaba: un obrero de la Revolución Industrial en Inglaterra, enajenado. Al final de la obra nos revelábamos, llamábamos a la revolución y entonábamos una canción. Qué barbaridad.