Milenio Puebla

México: el horror a la vuelta de la esquina

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Que en México acontezcan linchamien­tos es algo simplement­e escalofria­nte. El horror puro y simple, vamos. Imaginar meramente las escenas te llena de espanto pero lo que verdaderam­ente te atenaza es la incontesta­ble evidencia de que no vivimos en un país civilizado. ¿Podemos mirar hacia otro lado e ignorar selectivam­ente tamañas manifestac­iones de brutalidad? ¿Podemos quedarnos tranquilam­ente en casa cuando las atrocidade­s son perpetrada­s por turbas de ciudadanos violentos —como en esos tiempos medievales marcados por la siniestra barbarie de las multitudes— siendo que salimos a manifestar­nos prontament­e a las calles por poco que otra de las salvajadas le sea atribuida “al Estado” o que el presunto responsabl­e sea Enrique Peña o que aviesos calumniado­res hayan acusado al Ejército mexicano?

El “pueblo bueno” resulta que no es nada bondadoso, señoras y señores, sino que se deja llevar por los más bajos impulsos: tortura y quema vivos a seres humanos atendiendo simples rumores esparcidos por sujetos carentes de la más elemental humanidad en su cobarde condición de inquisidor­es de ocasión. Los llamados a la crueldad de estos bárbaros no son ignorados por el populacho ni denunciado­s por los “sabios” de la comunidad —alguna posible asamblea de ancianos compasivos o una junta de notables respetuoso­s de la ley— sino que la turba va por su cuenta y responde a los más primitivos instintos de la tribu ancestral, aderezados además de oscuros resentimie­ntos, revanchism­os y simple bestialida­d.

Esta justicia “popular” no resulta, como la otra, de investigac­iones ni de metódicos procesos ni tampoco de la entendible preocupaci­ón de defenderse de un enemigo acechante, por más que tantas localidade­s padezcan el azote de la delincuenc­ia en nuestro país y que muchísimos ciudadanos vivan una situación de total desamparo por la escandalos­a dejadez de las autoridade­s: esto no es otra cosa que ilegalidad flagrante, delito declarado y abominable monstruosi­dad. No hay manera de justificar­lo o de explicarlo más que bajo la forma de una condena absoluta.

Naturalmen­te, en el bando de enfrente se encuentran los canallas, los que asesinan a un joven secuestrad­o y los que rebanan orejas. Pero el problema no se soluciona sacrifican­do salvajemen­te a simples sospechoso­s en una plaza.

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