Morir sin saber
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS, 2017) cada año, se suicidan casi un millón de personas. Se calcula que dicha numeralia se incrementará hasta llegar a 1,5 millones a partir de 2020. A nivel global, los hombres tienen una tasa de suicidio superior a las mujeres con una razón 3,5-1 (OMS, 2017) siendo la mortalidad mayor en ellos y el intento suicida mayor en las mujeres. En algunos países, el suicidio es una de las tres principales causas de muerte entre personas de 15 a 44 años de edad y la primera causa entre los jóvenes de 10 a 24 años. Estas estadísticas no contemplan las tentativas de suicidio, que son 20 veces más frecuentes. A pesar de las cifras lapidarias, infinidad de ciudadanos van cantando por la vida: “Hoy, al despertar, abrí el armario de mi vida con la duda ¿Qué me pongo? No lo pensé mucho y decidí ponerme feliz”. La necesidad de sentirse moralmente superior está desbordada y por ello, todo vale para negar a la psique doliente. Visto desde esta perspectiva, la postura de los vivos, me parece más despreciable.
Al escuchar a personas con tendencias suicidas, siempre me quedo pensando si tras sus relatos de dolor, desorientación, agonía e inmensa soledad; se asoma una “solución” impulsiva ante una crisis o la probable convicción de que la muerte, es un destino más pacífico que seguir con vida. Un paciente, alguna vez me dijo que: “No hay vida posible, ni digna en un mundo tan hostil y amenazante”. Las dicotomías no resultan útiles, pero sí son lúcidas ¿la cuestión entonces, es anular la existencia o dejar de sufrir? Detesto las reducciones existenciales, la simplificación de los discursos y la sacralización sin sentido de la vida. Muestra de ello, son las formas en las que se aborda al suicidio. Se le categoriza como una lacra, como una desviación psicológica, como una pandemia o como una condena. Los prejuicios en torno a la conducta autolesiva y suicida complican el escenario preventivo, pues habitualmente se le trata como una “locura” estrictamente personal o peor aún, como un acto de cobardía. Incluso, es común suponer que, al hablar del suicidio aumentará el riesgo. Si ese fuera el caso, al concluir la lectura de este texto, dejaré de tener a los tres lectores de esta columna.
¿En serio queremos contribuir a la salud mental? Entonces, empecemos por aceptar que la infelicidad, la depresión y los suicidios se concentran en sociedades profundamente desiguales, clasistas y en las cuales se priorizan las recetas del éxito posmoderno que premian la homogeneidad, la simulación, los valores materialistas, altamente competitivos y la idea del triunfo como una entrega absoluta y continua al flujo del capital. Pocos son los que se resisten a este tipo de salvajadas capitalistas. Al margen de ese camino, imagino al neoliberalismo como un observador que se divierte ante nuestro destripamiento. Comprendamos que, el suicida potencial es una persona con un sufrimiento intenso y siempre es un paciente que demanda “al menos de entrada “construir un espacio para que el individuo no se sienta obligado a disfrutar.