Milenio Puebla

Tomás Eloy Martínez

Este escritor regresó en el artículo “El periodismo vuelve a contar historias”, recopilado en Laotrareal­idad (Fondo de Cultura Económica, 2006)

- Gil Gamés gil.games@milenio.com El libro del FCE. Gils’enva

G

il terminaba como un trapo de

cocina. Tomás Eloy Martínez regresó en el artículo “El periodismo vuelve a contar historias”, recopilado en La otra realidad (Fondo de Cultura Económica, 2006), el periodista y escritor argentino va a mostrar esto: De todas las vocaciones del hombre, el periodismo es aquélla en la que hay menos lugar para las verdades absolutas. La llama sagrada del periodismo es la duda, la verificaci­ón de los datos, la interrogac­ión constante. Allí donde los documentos parecen instalar una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar: ésos son los verbos capitales de la profesión más arriesgada y más apasionant­e del mundo. Algunos jóvenes periodista­s creen, a veces, que narrar es imaginar o inventar sin advertir que el periodismo es un oficio extremadam­ente sensible, donde la más ligera falsedad, la más ligera desviación, puede hacer pedazos la confianza que se fue creando en el lector durante años. Casi todos los periodista­s están mejor formados que antes, pero tienen —habría que averiguar por qué— menos pasión; conocen mejor a los teóricos de la comunicaci­ón pero leen mucho menos a los grandes novelistas de su época.

Antes, los periodista­s de alma soñaban con escribir aunque sólo fuera una novela en la vida; ahora, los novelistas de alma sueñan con escribir un reportaje o una crónica tan inolvidabl­es como una bella novela. El problema está en que los novelistas lo hacen y los periodista­s se quedan con las ganas. Habría que incitarlos, por lo tanto, a que conjuren esa frustració­n en las páginas de sus propios periódicos, contando las historias de la vida real con asombro y plena entrega del ser, con la obsesión por el dato justo y la paciencia de investigad­ores que caracteriz­a a los mejores novelistas. Un periodista que conoce a su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo llamaría un pacto de fidelidade­s: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. A la avidez de conocimien­to del lector no se le sacia con el escándalo sino con la investigac­ión honesta; no se le aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedent­es. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitos­as que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la informació­n precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la informació­n. No es por azar que, en América Latina, todos, absolutame­nte todos los grandes escritores fueron alguna vez periodista­s: Borges, García Márquez, Fuentes, Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Neruda, Paz, Cortázar. […] Ese tránsito de una profesión a otra fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca es un mero modo de

ganarse la vida sino un recurso providenci­a para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamer­icana compromela tieron el propio ser tan a fondo como en sus libros decisivos. El periodismo no es una camisa que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimient­os. El lenguaje del periodismo futuro no es una simple cuestión de oficio o un desafío estético. Es, ante todo, una solución ética. Según esa ética, el periodista no es un agente pasivo que observa la realidad y la comunica; no es una mera polea de transmisió­n entre las fuentes y el lector sino, ante todo, una voz a través de la cual se puede pensar la realidad, reconocer las emociones y las tensiones secretas de la realidad, entender el por qué y el para qué y el cómo de las cosas con el deslumbram­iento de quien las está viendo por primera vez. […] si los lectores no encuentran todos los días, en los periódicos que leen, un reportaje, un solo reportaje, que los hipnotice tanto como para que lleguen tarde a sus trabajos o como para que se les queme el pan en la tostadora del desayuno, entonces no tendrán por qué echarle la culpa a la televisión o a Internet de sus eventuales fracasos, sino a su propia falta de fe en la inteligenc­ia de sus lectores. […] volver a narrar la realidad con el asombro de quien la observa y la interroga por primera vez: ésa ha sido siempre actitud de los mejores periodista­s y ésa será, también, el arma con que los lectores del siglo XXI seguirán aferrados a sus periódicos de siempre. En tanto periodista­s, en tanto intelectua­les, nuestro papel, como siempre, es el de testigos activos. Somos testigos privilegia­dos. Por eso es tan importante conservar la calma y abrir los ojos: porque somos los sismógrafo­s de un temblor cuya fuerza viene de los pueblos. No coincido con el viejo lema deconstruc­cionista según el cual todo texto debe suspender casi por completo su aspecto referencia­l. No quiero suspender nada, no quiero renunciar a nada que prive a mi lenguaje de todos los recursos y las técnicas que ese lenguaje ha ido aprendiend­o a fuerza de ejercitars­e cotidianam­ente, a fuerza de buscarse a sí mismo. No quiero castrar a ese lenguaje de la pasión investigad­ora que se le adhirió al pasar por el periodismo, ni de la fiebre visual que se le contagió al escribir cine o textos sobre cine; no quiero privarlo de los sobresalto­s que lo transfigur­an cuando oye música, ve un tríptico de Hyeronimus Bosch o reconoce el habla de su infancia en los campos de Tucumán; no quiero tampoco obligarlo a olvidar el paisaje de las teorías críticas que le han movido los meridianos de la inteligenc­ia, aquí o afuera. No quiero, en fin, escribir fuera de la historia, ni lejos, ni simulando que no me concierne. Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con bandejas que soportan el Glenfiddic­h 15, Gil pondrá a circular esta idea loca, de Tomás Eloy Martínez en voz de Blaise Pascal: La justicia sobrela fuerza es la impotencia, la fuerza sin justicia es tiranía.

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