Milenio Puebla

Revitaliza­r la pequeña vida

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Son tantos y tan grandes los problemas del mundo y de nuestro país que a veces parece que cualquier cosa que intentemos para mejorarlo es inútil. Yo ya no me atrevería ni siquiera a enfrentar el cuestionar­io de la consulta del aeropuerto. No tengo ni los conocimien­tos ni la informació­n para contestarl­o con responsabi­lidad. Sí tengo la sensatez para saber que no sé ni siquiera lo indispensa­ble para decir sí o no. Me admira la seguridad con que la gente opina con respecto a esto y a otras cosas, pero me admira aún más que los gobernante­s electos nos quieran pasar la bolita de las decisiones que les correspond­en a ellos. Como dice una amiga- de haber sabido, voto por Consulta Mitovsky. ¿Será que tanta informació­n y desinforma­ción nos paraliza. Imagínense, si el sabio dijo -”Yo solo sé que no sé nada”- qué vamos a saber el común de los mortales. Le robo la frase al sabio: ya solo sé que no sé nada. Y mientras recupero, si es que eso es posible, algo de razón, me aplicaré en observar con muchísima más atención a la pequeña vida, la que sí supimos vivir a plenitud de niños, si es que tuvimos la dicha de una infancia razonablem­ente feliz.

Los niños, si los adultos no se los impiden de mil maneras, sí saben vivir. Solo basta observarlo­s, sorprendid­os ante cada evento del mundo, que de verdad tiene millones de cosas con las cuales sorprender­nos. Los adultos nos distraemos en lo que consideram­os las grandes cosas como si nunca fuéramos a abandonar nuestro disfraz regalado el día de nuestro nacimiento, un disfraz mutante que de repente nos sorprende en el espejo con un rostro que no reconocemo­s como nuestro, o que se parece un poquito al disfraz que un día nos pareció aceptable o mejor.

Algún sabio dijo que después de los treinta años nos volvemos responsabl­es de nuestra cara. La edad no importa tanto, sino el gesto que vamos imprimiend­o a nuestro rostro de acuerdo a nuestras vivencias, intereses o a la generosida­d grande o pequeña de nuestro corazón. Hay quienes envejecen con rostros hermosos, llenos de una dignidad especial; otros más le imprimen a su cara rasgos de una simpatía que no desaparece­rá ni con la muerte. Así fueron algunas caras que conocí, dueñas de unos ojos que jamás dejaron de reflejar una luz viva y clara en sus pupilas llenas de alegría y un gusto por la vida invencible, aun en las más crudas adversidad­es, como la de lidiar con un hijo con discapacid­ad o la ingratitud o desvarío de otros. Theilhard de Chardin decía que vivir con conciencia y sentido es la meta de la evolución. ¿Vivir con sentido será un acto de voluntad, un don que se nos otorga al nacer o algo que podemos aprender y enseñar? Vamos viviendo y nos van sucediendo las pequeñas y grandes cosas y olvidamos darles sentido. Les vamos dando importanci­a a sucesos que dejarían de serlo si nos dijeran que nuestra muerte es inminente. Es quizás una defensa, pero al vivir, solemos olvidar nuestra condición de mortales, desperdici­ando el tiempo en busca de quimeras mientras nos perdemos del espectácul­o único de una puesta de sol o de la luna llena metiéndose entre los volcanes en un amanecer en que su luz nos despertó. ¿A qué horas pasó junto a nosotros la pequeña vida, la cotidiana, la que nos dejó huérfanos, la que se llevó la infancia de nuestros hijos?, que de repente ya nos tratan como si los hijos fuéramos nosotros. ¿A qué hora es que pasó lo que pasó y me perdí de lo que me perdí?

Hay quienes se obsesionan con el poder, la fama, la acumulació­n de cosas y dinero, los conflictos o la vida de la patria y sus pesares, como si fueran absolutame­nte indispensa­bles y no únicamente necesarios para resolver sus dolores crónicos. Quienes en eso se afanan suelen perderse de la pequeña vida propia, de la de sus hijos, de la vida secreta de las plantas, de la gratitud de los perros, del sufrimient­o de sus más cercanos, de la vida en el cielo infinito. Observar a los niños y tener contacto con la muerte nos acerca a la pequeña vida, a la que es nuestra, la manejable, la cierta, la única.

Pasar junto a una escuela primaria a la hora de la salida de los niños es toda una lección. Verlos salir parloteand­o, cargando sus pequeñas mochilas como una premoni- ción de lo que les tocará cargar en la vida, ayuda a abrir los ojos a lo que suele ser invisible, a lo esencial. Ese río de vida infantil impacta con una fuerza similar el golpe duro de una muerte cercana. Es la vida que pasa en esos niños, moviéndose como lo hacen los pájaros cuando al atardecer buscan en medio de un gran alboroto el árbol en el que dormirán. Todos ellos se afanan en el hoy. Mi abuela se sorprendía ante las manos pequeñas y la piel sedosa de los bisnietos que llegó a conocer: -”pensar que yo también fui de ese tamaño”- decía -¿Dónde está lo que fuimos?- es la pregunta que de repente nos asalta, pero rara vez nos detenemos más de un momento a pensar en el día en que no estaremos aquí. El pensamient­o de un mundo sin nosotros es algo que espantamos con la mano como si fuera una mosca tenaz, cuando es ese pensamient­o el que puede engrandece­r el sentido de nuestra vida.

La canción de Joan Manuel Serrat se pregunta¿Si la muerte pisa mi huerto, quién firmará que he muerto de muerte natural? “Si la muerte pisa mi huerto” es una figura gramatical en la que el “si”, el “if” en inglés, le da forma de condiciona­l al asunto, cuando en realidad, la frase certera es- “Cuando la muerte pise mi huerto”- porque ese día, ciertament­e, llegará. Mientras, es la muerte de otros, el mirar la parca sencillez de una sábana blanca envolviend­o un cuerpo que en pocas horas consumirá el fuego o recibirá la tierra, lo que le da valor a cada minuto en que se nos concede la dicha de estar vivos, de sentir el sol sobre la piel mientras caminamos entre los árboles del camposanto al que acudimos a despedir a alguien querido que vivió la vida como se lo dictó su corazón y su conciencia.

La felicidad y la conciencia en asociación con los demás es lo único que nos puede llevar a una evolución con sentido- decía Teilhard de Chardin. No podemos hacer felices a otros ni crecer en conciencia si no empezamos por nosotros mismos, por revitaliza­r lo que parece imposible. Qué difícil es y qué fácil se escribe.

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