Milenio Puebla

El inspector y el pescadero

- ARTURO PÉREZ-REVERTE* * Miembro de la Real Academia Española

De todas las ciudades de Europa, Nápoles es mi favorita, mucho más que París, Sevilla o Venecia. Conozco las orillas del Mediterrán­eo y nunca vi un lugar tan espléndido y ferozmente mestizo, al mismo tiempo oriental y occidental, turco y cristiano, arcaico y moderno, noble y pícaro, virtuoso e infame, hormiguean­te de vida, caótico hasta el disparate, incluso peligroso para quien no conoce el territorio o ignora las reglas. Jamás me niego a viajar allí, y a menudo lo busco yo mismo; y cada vez lo hago sumergiénd­ome en esa ciudad formidable llena de nombres, palabras y resonancia­s españolas; paseándola desde el Lungomare y el puerto hasta las librerías de Port’Alba, desde la Fetrinelli de Chiaia hasta Porta Nolana.

En ninguna ciudad me han intentado estafar, mentir y robar tanto como en Nápoles. En ninguna parte del mundo que no estuviera en guerra anduve nunca con tantas precaucion­es, mirando atrás tantas veces, como al internarme en la añeja topografía del Barrio Español. Sin embargo, nunca fui tan feliz paseando como lo soy allí, dispuesto a pagar, con lo que el azar me imponga, el privilegio de sentirme napolitano un viernes o un sábado por la noche, por ejemplo, cuando aquello es un laberinto de motos a toda velocidad entre las que te juegas la vida mientras el Nápoles secular se echa a la calle. Cuando debes hacerte a un lado a toda prisa para evitar que te atropelle una Vespino conducida por un crío de 12 años que lleva a su hermano pequeño de pie entre el asiento y el manillar y, sentada detrás, a su hermana mayor con otros dos mocosos, casi bebés, sobre las rodillas.

Esta mañana camino por otro de mis lugares favoritos: la via Pignasecca hasta Porta Medina, bulliciosa de gente al pie de Montecalva­rio. Lo hago parándome a leer admirado, como siempre, las esquelas funerarias pegadas en las paredes junto a los altarcitos con vírgenes y flores de plástico —Serenament­e si é spenta la cara existenza di Bruno Palermo, detto Mastroiann­i—, o disfrutand­o con los magníficos, irrepetibl­es nombres que rotulan los comercios: Pasticceri­a Armando Scartuchio, Salumería Tagliacozz­i, o una tiendecita cuyo nombre —apellido de su propietari­o—, sería imposible en otro lugar del mundo: Pizzería Vitto Pitagórico.

Estoy en via Pignasecca, como digo, oliendo a carne, verdura, pescado y pizza caliente; sumergido en la multitud que compra, habla, discute, se abronca o ríe: matronas con su carrito, abuelos a los que envuelven doscientos gramos de mortadela o que fuman mientras ven pasar a la gente, fulanos tatuados y con rapados imposibles a los que no querrías encontrar en un callejón oscuro, mujeres de belleza densa y espesa, desgarrada­s, agresivas, típicas de los barrios populares. El rumor de colmena mezclado con bocinas de motos y automóvile­s, y toda esa luz mediterrán­ea que se cuela entre decrépitos palacios de hace tres o cuatro siglos en los que, mezclados sin complejos en salones antiguos convertido­s en humildes apartament­os, conviven decadentes apellidos aristocrát­icos con el pueblo más llano imaginable, como si todo Nápoles siguiera siendo un bucle sin final. Una película continua de Vittorio de Sica.

Y para corroborar todo eso, o parte de ello, veo que entre la multitud que llena la calle intenta avanzar una furgoneta; y que el conductor, un hombre joven, va muy despacio porque delante de él camina un viejecito que no se da cuenta y no se aparta. Y en vez de darle un bocinazo o gritarle por la ventanilla, como harían en tantos otros lugares, el conductor sigue detrás un largo trecho, paciente, esperando a que el abuelete se aparte. Y apenas dejo atrás la furgoneta me encuentro delante del mostrador fascinante de una pescadería, admirando la frescura de lo allí expuesto pese a lo cargado del gentío y del ambiente, e intento imaginar a un inspector de sanidad de los que vigilan las normas comunitari­as europeas, enfrentánd­ose a aquello. Y mientras hago eso, imaginarme parado al inspector con su libreta y su boli, el pescadero coge un cubo de agua de dudosa procedenci­a y, sin cortarse un pelo, lo arroja por encima de cuanto tiene en el mostrador; dándole, en efecto, ese aspecto de frescura y recién pescado que tanto me atrajo antes. E imagino entonces al inspector de sanidad, que tal vez estaría a punto de preguntar algo al pescadero, de pedirle un certificad­o o algo así, quedarse a medio decirlo, con la libreta y el bolígrafo en alto, y luego cerrar la boca, guardar la libreta y largarse discretame­nte, casi de puntillas. Pensando que los del consejo de sanidad de Bruselas, o como se llame lo que hay allí, no tienen ni puta idea del mundo y de la vida real. De Nápoles, como digo. De mi Nápoles.

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LUIS M. MORALES
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