Milenio Puebla

No hay peor negocio que ser buen policía

¿Quién les ha dicho a los uniformado­s que algún derecho humano les asiste?

- Xavier Velasco

No hay peor negocio que ser buen policía, y sin embargo hay quienes aún lo intentan. Parece que la gente está deseosa de entender los motivos del malandro y eventualme­nte ver sus correrías con una propensión entre épica y romántica, según la cual vivir a espaldas de la ley supone una disposició­n a la aventura que por sí misma absuelve al personaje de cuanta tropelía pudiera ser causante. Del corrido

a la serie televisiva, todo conspira a favor del matón, incluso si su fama de sanguinari­o crece día con día, espeluznan­temente. El policía, en cambio, por el hecho de serlo, ha de enfrentar ya no el mero recelo, sino el desprecio y la condena generales, ahí donde no hay lugar para el menor asomo de empatía.

Para el uniformado no existen atenuantes, ni por supuesto el beneficio de la duda. Todo cuanto se diga en contra suya, por más inverosími­l que parezca, ha de ser consagrado como un hecho innegable del que sólo un corrupto querría desconfiar. Todo aquél que le agreda, humille o haga daño —así sea en montón y con impunidad garantizad­a— pasará por valiente y bienhechor. Por eso es tan común que en la persecució­n de un criminal atrapado en flagrancia los papeles acaben por invertirse.

Menudean las historias de víctimas sin culpa y policías comprados por el hampa, y las otras a pocos interesan porque el chiste del morbo es pensar mal. De ahí que las calumnias encuentren suelo fértil en la reputación de cualquiera que vista de uniforme. ¿Y no ocurre algo así con inmigrante­s, librepensa­dores, homosexual­es, madres solteras y todo aquel sujeto al celo fariseo del vulgo malpensant­e, tan afecto a las generaliza­ciones?

Mentiría si dijera que nunca he padecido los abusos de un policía podrido —no son pocos, ni es fácil distinguir­les de los facineroso­s— si bien tampoco me atrevería a negar, por ganarme el aplauso de la porra, que en más de una ocasión he sido rescatado por policías cuya providenci­al intervenci­ón me devolvió la fe en la humanidad. Suena cursi, ¿no es cierto? No faltará quien diga, con esa ligereza categórica que abunda entre los dueños de la razón, que he cobrado muy bien por esa línea. Pues no cabe esperar más que agresiones si has tenido la mala puntería de pintar una raya frente a los linchadore­s, cuya sed de venganza —muchas veces vicaria, por no decir gratuita— no se interesa en hacer distincion­es. Necesitan cobrarse, qué más les da con quién.

Sorprende que sean justo quienes les dan por viles e incorregib­les los que a gritos demandan su eficiencia impoluta, en lugar de acogerse al oportuno amparo de esos matones a los que tanto admiran, justifican y ensalzan, cuyos derechos han de pesar más que los de quienes han tenido que sufrir pérdidas indecibles por su causa, peor todavía si portan una placa. ¿Quién les ha dicho a los uniformado­s que algún derecho humano les asiste? ¿Son humanos, siquiera, como sería el caso de lenones, secuestrad­ores y asesinos?

Ciertament­e es muy fácil ser un mal policía, y para algunos es un gran negocio. Se arriesga igual la vida, pero al menos se cuenta con el pánico ajeno, que en un descuido parecerá respeto. Los matones lo saben, por eso les ofrecen ingresos en principio incomparab­les (y por qué no decirlo, tentadores), amén de un cierto ascenso en la escala social, pues ya se ve que el juicio de los malpensant­es —signo de inconsecue­ncia y discrimina­ción escandalos­os— ha puesto al policía un escalón por debajo del reo.

Conozco a varios buenos policías y todavía no sé de un buen matón, aunque ya me figuro que estos últimos estarán muy contentos de verse por encima de sus perseguido­res. Los querrán peor pagados y tratados, amén de calumniado­s y ofendidos, hasta que al fin no quede ni uno bueno. ¿O es que otra cosa buscan los santos malpensant­es?

Del corrido a la serie televisiva, todo conspira a favor del matón, incluso si su fama de sanguinari­o crece día con día, espeluznan­temente

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HÉCTOR TÉLLEZ Común, que se inviertan los papeles en detencione­s de criminales.
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