Milenio Puebla

Pito Pérez

- BRAULIO PERALTA

Se acordó de Pito Pérez, aquel etílico perdido por los pueblos de Michoacán, reconstrui­do como un personaje de novela, escrita por José Rubén Romero, de enorme actualidad:

“Mátenme antes que se apague la luz del día, porque quiero morir viéndoles las caras”

Vivía en el arco luminoso del campanario de la iglesia, desde donde contemplab­a el paisaje de su Santa

Clara del Cobre, a la que le cayeron las injusticia­s y desgracias con las desigualda­des que las autoridade­s hicieron a lo largo de los años. Desde allí pesca los recuerdos de su desgracia.

No confía en el sistema: tres o cuatro familias dueñas de hacienda grande, heredada o hecha al vapor en negocio de usureros. Encopetado­s sin clase pero con pasta para comprar pergaminos a su antojo, con un pueblo agachado gracias a una iglesia a modo que les hablaba en latín como si fueran sabios. Su frase preferida: “Pueblos que parecen ranchos; ranchos que parecen ciudades…”

Observa a lo lejos: a fulanito robar las limosnas del cura, a menganita hacer milagros con los huevos, a los carpintero­s pintar el pino como si fuera cedro, al carnicero vender gato por liebre; donde la plaza pública es un negocio de mentiras vendidas como verdades. El juez y el secretario, el tonto y el sinvergüen­za que lo mismo son alcaldes que ministros de la capital de la República. En el reino de los aduladores, el tuerto es rey. Vivimos entre lo real y lo ficticio, una puerta de simulacion­es donde los funcionari­os esconden sus anillos, sus gestos, sus ideas, su falso progreso, a la caza de los ingenuos.

Pito Pérez simplement­e es un borracho que observa. A nadie mata ni comete crímenes “de esos que honran a los ricos y hunden a los pobres en largos años de condena”—nos dice—. Pero critica cómo es que los tiempos han cambiado: no solo de la palabra de Dios vive el hombre. El alcohol sana igual. El delirium tremens, más aun. Aunque el regreso con la cruda, es muy real: uno adquiere la forma estéril del hombre: pobres y cobardes, esclavos de la iglesia y un gobierno que exige sumisión sin siquiera dar nada a cambio, que aniquila la libertad, la que sea, con tal de no extinguir su dominio de poder.

No le gusta la amistad con las autoridade­s, sean del ramo civil o eclesiásti­co. Se alejó del pueblo: de su líder, su banco, su pistolero, sus miserias de progreso. Se enredó en la bandera del aguardient­e para olvidarse de todo. Hasta que llegó su ejecución y decretó:

—“¿Qué me importa el rigor de la ley; qué ley me puede alcanzar después de la muerte? Sentado en la eternidad, me reiré del Supremo Gobierno —que no se equivoca nunca— y de la esencia divina de todos los mandatario­s. ¡Necios! Qué dieran todos ellos por tener el espíritu del coñac, que se sube, pero que no hace daño a nadie... Mátenme antes que se apague la luz del día, porque quiero morir viéndoles las caras”.

No lo mataron. Lo dejaron en el cementerio, encerrado. Pito Pérez se dejó caer sobre un montón de basura. “Humanidad pigm ea”, escribiría Manuel Acuña. “Impotencia de amar, goce de odiar, envidia ruin por no saber llorar…”, escribiría José Rubén Romero en La vida inútil de Pito Pérez, escrita en 1938. Una novela donde el alcohol es tabla de salvación en medio de desastres nacionales, emociones traicionad­as, y las razones, lejos, muy lejos de atenderse…

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