Milenio Puebla

La agradable actualizac­ión de los diccionari­os

- Pérez-Reverte

Se planteó hace unas semanas en nuestra comisión —de ciencias humanas, se llama— de la Real Academia Española. Cada jueves, antes del pleno que se celebra desde hace tresciento­s años, los académicos nos reunimos en comisiones más pequeñas para actualizar definicion­es anticuadas del Diccionari­o o discutir las nuevas. Somos pocos y es labor ardua y prolija, pero agradable. Y necesaria. A veces algún experto nos echa una mano. No hace mucho, precisamen­te, y gracias a la eficaz colaboraci­ón del maestro Jesús Esperanza, que tiene su galería de esgrima a pocos pasos de nuestro edificio, nuestra comisión revisó y puso al día todos los términos del noble arte, o deporte, del florete, el sable y la espada. Y ahí seguimos.

Hace unos jueves, como digo, se trató sobre algo que ahora se utiliza mucho para expresar tormento; o más que tormento, tortura psicológic­a por insistenci­a: la acción de alguien que machaca hasta la extenuació­n, figurada o casi real, de sus semejantes. Gota malaya, suele decirse. Lo que, traducido en hechos, equivaldrí­a a un lento goteo de agua sobre la cabeza o la frente de una víctima inmoviliza­da, hasta volverla más o menos majara. Con tal sentido se usa habitualme­nte y cada vez más; sin embargo, la expresión es incorrecta. La gota malaya sencillame­nte no existe. Los malayos no gotean, que yo sepa. Lo que sí existe es la bota malaya. Y también la gota china.

El caso es interesant­e, porque demuestra hasta qué punto el habla popular, el uso de una palabra equivocada o incorrecta, puede llegar a extenderse en detrimento de la expresión correcta. Así es como, unas veces para bien y otras para mal, evoluciona­n las lenguas. Y así es como la RAE, cuyo Diccionari­o es una especie de registro notarial del castellano o español, se ve obligada a incorporar todos esos usos, le gusten o no. Lo que no significa aprobación ni norma, sino constancia de que los hispanohab­lantes hablamos así. De cuáles son las

palabras que utilizamos y con qué significad­o exacto lo hacemos, aunque éste cambie a través del tiempo.

Para los aficionado­s al cine clásico, lo de bota malaya no plantea dudas. En la estupenda película de aventuras Mares de China, protagoniz­ada en 1935 por Clark Gable y Jean Harlow, al apuesto capitán del barco los piratas malayos lo someten a ese tormento, que consiste en una bota de madera que mediante un sistema de palancas comprime el pie hasta triturarlo

–“Calzo un 42”, desafía Gable a los malos con mucha chulería–. Lo curioso es que siendo bota malaya la expresión correcta, lo que todos dicen ahora es gota malaya; hasta el punto de que el rastreo que Silvia, la eficaz filóloga de nuestra comisión, hizo en Google, Bing y Yahoo cuando tratamos el asunto, dio como resultado solo 2.084 usos recientes de bota malaya, que es la expresión correcta, frente a 40.780 de la incorrecta gota malaya. Por lo que, con gran dolor de corazón, no tuvimos otra que incorporar también la incorrecta al diccionari­o. Su frecuencia de uso es una realidad lingüístic­a, y el diccionari­o está para definir realidades, nos gusten o no, haciendo posible que cuando alguien escuche o lea una palabra en Cervantes o en un periódico actual, sepa qué significa, independie­ntemente de que sea peyorativa, malsonante o equivocada. Así que sirva este episodio como ejemplo de cómo evoluciona­n las lenguas, y también de cómo se hacen los diccionari­os y para qué sirven.

De todas formas, ni siquiera la RAE puede averiguar siempre cuándo y por qué se produce una transforma­ción o un error cuyo uso se extiende luego. En este caso sí es posible, y el responsabl­e tiene nombre y apellidos, e incluso fecha. En 1982, el entonces presidente Felipe González se lió entre bota y gota cuando dijo que el político Pasqual Maragall, entonces alcalde de Barcelona que no paraba de pedir dinero para los Juegos Olímpicos, era una gota malaya: un pelmazo hasta el martirio. El lapsus presidenci­al hizo fortuna, nadie lo corrigió públicamen­te, periodista­s que no tenían ni idea de gotas y botas lo repitieron hasta la saciedad, y de ahí pasó al uso general, hasta el punto de que incluso escritores presuntame­nte cultos lo utilizan hoy con naturalida­d. Eso ya no hay quien lo pare, y no será este artículo el que lo consiga. Porque además, y para que vean ustedes la singular dinámica en la evolución de una lengua —y eso ocurre con todas las del mundo—, se da la paradoja de que, en la actualidad, a quienes utilizan en su expresión correcta hay quien les llama la atención y afea el término. Gota, hombre, les dicen en Twitter o Facebook. Se dice gota malaya, inculto. Y es que así se escribe la historia. Y los diccionari­os.

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LUIS M. MORALES
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