¿Transformar a la gente?
Como siempre, los privilegiados son quienes conducen el coche blindado o se acompañan de guardaespaldas armados; la delincuencia, hay que decirlo una y otra vez, golpea más a las clases populares; el tema es la corrupción y de ahí se derivarían los otros
México es un país muy difícil de gobernar. Nuestra cotidianidad está hecha de escalofriantes sucesos y la creciente descomposición social debiera, en sí misma, activar todas las señales de alerta. La propia viabilidad de la nación está comprometida porque en el horizonte se dibuja un futuro de violencia, inseguridad, vandalismo y agitación en el cual será cada vez más difícil llevar una vida tranquila en un entorno de normalidad. Es más, ahora mismo, aquello que debiera serlo normal—la simple posibilidad de atender un pequeño negocio sin temer extorsiones o la certeza de poder viajar en el transporte público sin sufrir un atraco ola confianza de que nova a ocurrir un roboen tu vivienda mientras estás trabajando—se ha trasmutado en una adulterada normalidad de incertidumbre, miedo y escepticismo. Los mexicanos no se sienten seguros en sus ciudades, en sus casas, en sus ranchos y en sus carreteras. El territorio entero se encuentra plagado de viviendas amuralladas, de fraccionamientos cerrado sal tráfico, de cercas electrificadas, de ti en ditas con barrotes y de puestos de control. Ante la degradante y escandalosa in capacidad del Estado de proveer seguridad, los ciudadanos se pertrechan por su cuenta. Pero, como siempre, los más privilegiados son quienes conducen el coche blindado o se acompañan de guardaespaldas armados; la delincuencia,
hay que decirlo una y otra vez, golpea sobre todo a las clases populares.
Ahora bien, el gran tema en la agenda pública en estos momentos es la corrupción y de ahí se derivarían los otros grandes males nacionales (la inseguridad entre ellos). Se asocia el fenómeno a un modelo económico, el neoliberalismo, que deberíamos repudiar universalmente en tanto que hubiera no sólo perpetuado la des igualdad sino favorecido a una casta de “ricos y poderosos” por encima de los intereses de las mayorías. No se evocan, en las consabidas satanizaciones del sistema, los casos exitosos. No se menciona ni por asomo el extraordinario desarrollo social de Chile ni se habla de que Singapur es una de las economías más pujantes del mundo debido precisamente a su economía de mercado, a un entorno empresarial abierto y a que los derechos de propiedad están totalmente asegurados: se insiste, por el contrario, en los fracasos de México y se atribuyen al denostado neoliberalismo la pobreza, la desigualdad, la injusticia y todas las demás desolaciones (imputadas, además, a los regímenes del mentado PRIAN).
Más allá de cuáles pudieren ser las prioridades de la actual Administración —por lo menos en lo que toca a las que se formulan públicamente— la impactante realidad de los sucesos que acontecen aquí diariamente debiera confrontarnos a lo titánico de la tarea de limpiar la casa: pensemos simplemente en los saqueos de los trenes de mercancías de Gua na ju a to y reflexionemos, a partir de ahí, sobre la posibilidad de transformar las cosas en un punto particular del territorio para edificar un nuevo orden. Si en los actos de rapiña participan mujeres y niños entoncesno estamos hablando aquí de acciones emprendidas por grupos de delincuentes sino de una suerte de práctica local en la que los valores morales han dejado de existir por completo. Es algo gravísimo y estremecedor aunque no horrorice a quienes, al contrario, lo justifican al otorgar a los infractores una primigenia condición de víctimas por pertenecer a los grupos “marginados” que ha creado un sistema económico injusto y depredador. Vayamos más lejos en la reseña de las infamias popular ese imaginemos los linchamientos que acontecen en tantas comunidades( porno hablar, justamente, de las atrocidades perpetradas a diario por los sicarios de las bandas criminales sino de una barbarie que podríamos calificar, espantados, de espontánea y natural). Tampoco se trata aquí del ejercicio calculado de la violencia —o sea, para amedrentar al adversario que disputa la misma plaza o para eliminarlo pura y simplemente— sino de algo que surge de forma indeliberada, de un impulso que le brota a la gente de manera, digamos, instintiva. En todos estos casos, los vecinos de una comunidad violan conjuntamente la ley, sin mayores reparos, y se comportan como si pertenecieran a un universo diferente, como si vinieran de otros tiempos, como si no hubieran asimilado todavía los más elementales principios del proceso civilizatorio. ¿De qué país se trataría, en estos casos, de un México bárbaro, sangriento y, sobretodo, incontrolable?
Confrontados, como sociedad, a este siniestro escenario, ¿por dónde comenzamos? Y, sobre todo, ¿qué posibles medidas pudieren emprender las autoridades para cambiar a las personas —porque de eso se trata, de transformar las—para que adquieran,de pronto, la conciencia de que las mercaderías de un tren no se roban, de que dos jóvenes no tienen porqué ser salvaje mente masacrados o de que los oleoductos que cruzan el pueblo no se perforan?
Ah, y está lo demás: la cultura del incumplimiento y la trampa, la falta de civismo, la desobediencia. ¿Fácil, arreglar todo esto? Ustedes dirán…
Al panorama adverso se agrega el incumplimiento, la trampa, la falta de civismo, etcétera