Milenio Puebla

Una historia de Europa (XXXIV)

- LUIS M. MORALES * Miembro de la Real Academia Española

Desde el principio del cristianis­mo oficial, cuando aún se extendía éste por el imperio romano, hubo un detalle que acabó teniendo importante­s consecuenc­ias: peña que aspiraba a la salvación manteniénd­ose lejos de las tentacione­s se retiraba a lugares aislados para vivir en soledad, meditación y oración. A esos margis se les llamó con el término griego monakos monos, o sea, monjes de toda la vida. Con el tiempo, muchos solitarios se fueron juntando en grupos y surgió la idea del monasteriu­m (eso ya es latín), o lugar de convivenci­a donde un jefe electo, el abad, regía la comunidad. La primera idea de organizars­e así la tuvo un fulano llamado Pacomio en el siglo IV, pero quien patentó en serio el asunto fue el abad Benito de Nursia, san Benito para los amigos, que fundó en Montecassi­no (Italia, año 543) el primer monasterio chachi de verdad. Nacía así un clero monástico sometido a los votos de pobreza, castidad y obediencia, dispuesto a realizar para sí y para el prójimo su ideal de existencia cristiana. Ora et labora, o sea. Reza y trabaja. Y fue un papa genial, Gregorio I el Grande, quien entre los siglos VI y VII supo ver el enorme potencial de una red de órdenes monásticas y monasterio­s puestos bajo su protección y sometidos a su autoridad: una franquicia de clérigos repartidos por una Europa donde se afirmaban nuevas monarquías a las que la Iglesia toreaba por los dos pitones en asuntos de influencia y poder. Todavía reciente el desparrame de las invasiones bárbaras, aquellos eran malos tiempos para todos; pero los papas estaban bien situados, pues los nuevos amos del cotarro habían respetado la mayor parte de sus posesiones. Ellos eran los únicos que tenían organizaci­ón y recursos. Además, su clientela crecía con la evangeliza­ción de Irlanda, Inglaterra y las tierras más allá del Rhin. Y así, los tiempos oscuros del gran colapso acabaron alumbrando una Iglesia convertida en reina del mambo: principal fuerza política, social y económica de aquella nueva Europa, y también fuerza cultural, pues los restos de la tradición grecorroma­na que sobrevivie­ron al colapso imperial encontraro­n asilo y continuida­d en la Iglesia y sus monasterio­s (lean el libro o vean la película El nombre de la rosa y se harán idea del ambiente). El caso es que aquellos papas, obispos y monjes se vieron en posesión, casi de chiripa y sin haberlo buscado, del monopolio de las ciencias. Como escribiría mil cuatrocien­tos años después el historiado­r Pirenne, “sus escuelas, salvo raras excepcione­s, fueron las únicas escuelas; y sus libros, los únicos libros”. De ese modo, los monasterio­s medievales salvaron lo que pudieron de la quema; y lo paradójico es que muchos de aquellos monjes ni siquiera eran cultos, o no demasiado. Tras la ducha fría del desastre, no todos en la Iglesia tenían la potencia intelectua­l de autobús en la ciudad de Salta y lo retuvo unas horas por la sospecha de que era guerriller­o. Él se sentía confiado en Buenos Aires con su aire extranjero y su acento anglosajón, pero en la frontera con Bolivia, rumbo a Jujuy, las cosas eran distintas.

El escritor dejó su pasaporte en el hotel, así que lo bajaron del vehículo ante la sorpresa de los demás pasajeros, la mayoría indios, y con su “cara de pistolero” fue conducido hacia una cabaña al borde de la carretera, donde lo interrogar­on y después de consultar el tema con alguien por radio, fue llevado a una instalació­n entre matorrales que era, ni más ni menos, la comisaría local.

Mientras esperaba a que los policías recibieran instruccio­nes, Naipaul cuenta que sacó su pipa para fumar y más tarde tuvo la necesidad imperante de un retrete. Lo mandaron a los matorrales, porque no había instalacio­nes sanitarias, con la advertenci­a de que le dispararía­n si intentaba escapar. La época no era para

Isidoro de Sevilla (comienzos del siglo VII, más conocido por san Isidoro), cuyas Etimología­s leemos hoy con placer y asombro. Su coetáneo el papa Gregorio I, por ejemplo, considerad­o uno de los mejor preparados de su época, escribía un latín cutre en sintaxis, gramática y vocabulari­o. Y se dio el caso de escribas de monasterio, amanuenses que copiaban textos antiguos (a la imprenta le quedaba un rato para ser inventada), que eran analfabeto­s de buena mano y se limitaban a reproducir con mucho arte y bonita caligrafía textos que eran incapaces de leer. Aun así, a pesar de que no siempre el alto y el bajo clero llevaban una vida ejemplar, fueron los monjes medievales quienes perpetuaro­n la tradición romana e impidieron, con su callado y admirable trabajo, que la Europa occidental (la oriental estaba de momento a salvo con el imperio bizantino) recayese en la barbarie. Y claro, fue a la Iglesia a quien las nuevas monarquías europeas, aún con el pelo bárbaro de la dehesa, recurriero­n en busca de escribas, educadores, consejeros, cancillere­s y otros altos cargos donde la cultura resultaba imprescind­ible. Uno de esos monarcas, decisivo para su tiempo, sería un rey de los francos llamado Carlos, más conocido por Carlomagno. De él hablaremos en su momento, pero antes registremo­s la aparición de alguien que, aunque no nació en Europa, iba a sacudirla como nadie desde las invasiones bárbaras: un camellero que en el siglo VII vivía en una ciudad de Arabia llamada La Meca, casado con una señora rica que le permitía tumbarse a la bartola y retirarse al desierto a meditar sus cosas. Y allí, por lo visto, se le apareció en sueños el arcángel Gabriel y le dijo que Dios le encargaba predicar una nueva religión. El caso es que, hacia el año 622, aquel elemento se puso en serio a la faena. Y ya ven ustedes. En el siglo XXI, o sea ahora mismo, aún sigue la cosa. El nombre lo habrán adivinado, claro. Se llamaba Muhammad y lo conocemos por Mahoma. andarse por las ramas. Por fin llegó la llamada, con la novedad de que no había hombres en la lista de guerriller­os con las caracterís­ticas del detenido.

“Lo salvó la pipa. ¿Lo sabía? Esa pipa me hizo pensar que de verdad es extranjero”, le dijo el jefe de la comisaría.

“Era una pipa africana, pipa negra de espuma de mar de Tanganica que había comprado en Uganda hacía once años (…) Hasta que fui puesto en libertad, reponiéndo­me de la conmoción, con la noción del tiempo distorsion­ada, no comencé a comprender la gravedad de la tesitura en que me había visto”, narra el autor.

Apunta el Nobel 2001 que en esa época en que la dictadura se deshacía de miles de hombres y mujeres y la tortura era algo rutinario, solo su pipa lo salvó. Dice que una década después tomó conciencia real de lo cerca que estuvo de la muerte.

“Lo salvó la pipa. ¿Lo sabía? Esa pipa me hizo pensar que de verdad es extranjero”

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