Milenio Puebla

El peso de vivir en la tieerra

Ofrecemos un pasaje de la más reciente novela del autor de Olegaroy. Se trata de una ofrenda a la literatura rusa, la libertad y la vida que imita al arte

- DAVID TOSCANA FOTOGRAFÍA­S SHUTTERSTO­CK, AGE FOTOSTOCK

Estaban de vuelta en el Sályut. Al fin había llegado la noche en que Marfa Petrovna haría su caminata espacial. Una aventura a la que ni Valentina Tereshkova se hubiese lanzado. A diferencia de Laika, apreciada por ser una callejera, las mujeres del programa espacial soviético fueron elegidas entre paracaidis­tas. A los cosmonauta­s que estaban en lista de espera para viajar al espacio no les entusiasmó la aparición de esas mujeres. Ellos eran militares, pilotos, tenían años entrenándo­se, y he aquí que llegaban unas damitas improvisad­as a ocupar el asiento de la nave Vóstok porque al general Kamanin se le ocurrió que la Unión Soviética debía enviar una mujer al espacio antes que los Estados Unidos. El astronauta que más directamen­te se vio desplazado por Valentina Tereshkova se dio a la bebida y se echó kareniname­nte al paso de un tren. Otro de ellos quedó prendado de la belleza obrera de Tereshkova y acabaría casándose con ella.

“Si no viajas al espacio”, Griboyédov dio a Guerásim una palmada en la espalda, “¿te quitarías la vida?”

“Voy a ir”, respondió Guerásim.

Cuando despertó en el lote baldío, recostada la cabeza sobre una lechuga, con el rostro ardiendo de piquetes, no sospechó de sus amigos. Se trataba del destino de un beodo: amanecer en cualquier sitio sin recuerdos de la noche anterior. A veces sin camisa, alguna vez sin zapatos, casi siempre sin cartera; ahora con el rostro vejado. “Creo que fueron hormigas”, dijo a sus compañeros.

Había pedido dos dosis de guerasimin­a; una para él, otra para el tísico. Ciertament­e Antón lucía más sano en cada jornada, y Guerásim ya planeaba patentar su milagroso medicament­o.

De las cuatrocien­tas mujeres propuestas para entrenar como cosmonauta­s, quedaron tres finalistas. La elección fue un concurso de belleza. El general Kamanin describió a Tereshkova como “una Gagarin con falda”.

La noticia llegó al mundo entero. Hombres y mujeres por igual celebraron las órbitas de Valentina en el espacio. Tan solo la novelista Bárbara Cartland, tan acostumbra­da a escribir asnadas, declaró: “A menos que vaya a tener un bebé en el espacio, no veo el sentido de enviar a una mujer”.

Marfa estaba bebiendo más que de costumbre. Nikolái le dijo que a Valentina le hubiesen prohibido abordar la nave con cualquier grado de alcohol; en cambio ella debía ser como esos soldados que enfrentaba­n las misiones más temerarias gracias al elíxir de la valentía. Le sirvió un poco más. “El último”, le dijo. “O pasarás del amor a la rapiña”.

Llegó la hora de los preparativ­os finales. Hubo una cuadrilla que vistió a Valentina Tereshkova con su traje espacial color naranja. Habían optado por ese color porque era el más llamativo para que el equipo de rescate localizara a los cosmonauta­s luego de aterrizar colgados de sus paracaídas. Debía ser el lance más emocionant­e del viaje. Salir de la nave a siete mil metros de altura y verla precipitar­se al suelo a velocidad mortal. Para vestirse, Marfa se había bastado sola. Solo tendría que quitarse la bata estampada para mostrar su atuendo de caminata espacial. También había elegido un vestido naranja para hacerse visible. La prensa había escrito sobre Valentina Tereshkova: “Sus curvas femeninas estaban ocultas por un tosco traje espacial y su cabellera se hallaba sujeta por un casco blanco”. Muy distinto se habrían expresado sobre el vestido de Marfa. Tanto una como otra llevaban botas, pero las de Valentina carecían de tacón.

Marfa hizo una seña a Nikolái. Él fue al baño. Apresuró a un hombre que lo estaba utilizando. Marfa fue para allá. Por primera vez el propietari­o consideró la idea de instalar un baño de mujeres. A los pocos minutos salió debidament­e peinada, maquillada, con aretes de fantasía, y un aire de mujer de mundo que no podía emitir bajo la bata floreada. El silencio fue inmediato.

Ni los dioses han sido tan sabios como Chéjov para revelar lo que acontece en el corazón de un hombre cuando ve pasar una belleza que no le pertenece. “Lo que despertaba Masha en mí no era deseo, ni entusiasmo, ni deleite, sino una pesada aunque grata tristeza. Tal tristeza era de carácter indefinido, vaga como un sueño. Sin saber por qué, sentía lástima de mí mismo, del abuelo, del armenio y de la pequeña armenia. Experiment­aba la sensación de

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La cosmonauta soviética Valentina Tereshkova.

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