Yo sí cambio de opinión
“Yo no cambio de opinión”, dicen altivos nuestros intelectuales. “Desde hace 18 años pienso lo mismo”, dicen otros. Muchos les aplauden. Y con ello, nuestros intelectuales y sus seguidores inauguran una nueva forma de oscurantismo contemporáneo: la abdicación colectiva a pensar.
Alimentados por la polarización y sus círculos de reflexión cacofónicos, nuestros intelectuales han puesto de moda celebrar que sus ideas no se alteran. Es decir, elevar al rango de triunfo la irreflexión y la arrogancia cognitiva.
Se olvida que pensar requiere cuestionar supuestos, enriquecerse con nuevos paradigmas y sobre todo, tener el valor de cambiar de opinión. Mantener opiniones estáticas no es una virtud, es una inflexibilidad propia del fanatismo y una soberbia disfrazada de congruencia.
Reflexionar requiere repensarse, cuestionarse y provocar la reflexión colectiva. Lo que México necesita es más gente en posiciones de poder que pueda cambiar de opinión, no menos.
No hay nada que celebrar en el hecho de que nuestros intelectuales hayan claudicado a cambiar de ideas en dos décadas. El que ello suceda revela que la intelectualidad mexicana se ha pervertido y vive cómodamente sosegada por las alabanzas de sus partidarios. La vanidad ha triunfado sobre el intelecto.
Ya decía el filósofo y psicólogo americano, William James, que “mucha gente piensa que está pensando cuando simplemente está reorganizando sus prejuicios”. Nunca sus palabras habían hecho tanto eco como hoy. Rodeados de redes sociales que nos impulsan a refrendar nuestros prejuicios con cada vez más frecuencia se comete el error de equiparar al cambio de opinión con la incongruencia. Esto es perverso para la reflexión colectiva.
Hay pocas cosas más valientes y loables que reconocer que uno no estaba en lo correcto, cambiar de opinión y ajustarse el cinturón para seguir por un rumbo distinto.
Lo único deshonesto es resistirse y preferir, por vanidad, seguir en el camino errado
El arrojo de reconocer que se estaba errado debe celebrarse pues requiere hacer algo que nuestra sociedad cada vez hace menos: tomar en serio a voces que piensan distinto.
Por supuesto que habrá quien lea esta columna con lentes polarizados y crea que mi texto es una justificación a cambiar de opinión cuando López Obrador lo hace. No lo es. La irreflexión es problemática en cualquier lado del espectro político. Y lo es más cuando viene del poder. Nuestros políticos e intelectuales, ambos en situación de poder, deben tener la virtud de cuestionarse y el objetivo de entender. Hoy no lo hacen. Por el contrario, la mayoría ha condescendido a regodearse en ideas incambiables.
Tanto intelectuales como autoridades tienen el derecho y la obligación de cambiar de opinión en respeto de sus votantes y lectores. Hacerlo no es “muestra de su ineptitud, deshonestidad y claudicación” como se ha escrito a diestra y siniestra en las últimas semanas. Lo único deshonesto es resistirse al cambio y preferir, por vanidad, seguir en el camino errado.
Si tu eres una de esas personas que no ha cambiado sus ideas en dos décadas, te invito al diálogo. A dejar de tratar al debate público como una trinchera y a honrar tu intelecto. Si alguien no cambia de opinión nunca, probablemente no esté haciendo bien su trabajo.