Carnaval indígena
A propósito de que los carnavales acaban de ser declarados Patrimonio intangible de Ciudad de México, el autor escribe sobre los jolgorios indígenas, y sus diferencias con los “de malecón”; uno de los más representativos: Huejotzingo
Así como las Leyes de Indias dividieron a la Nueva España en dos Repúblicas, así hay dos carnavales en México. El más visible es la copia del de malecón que nació en Niza para complacer a los ingleses que se hospedaban en los hoteles y permitía el desfile de carros alegóricos con la reina, el rey feo, las sirenas… y cuyo origen se remonta a las Fiestas de locos de la Edad media.
Y los enigmáticos carnavales indígenas: detrás de esta aparentemente inofensiva celebración se esconde la mayoría de las ceremonias regionales de apertura del año mesoamericano. No tiene ninguna validez teológica ni funcional en el calendario ceremonial católico, pero si la analizamos desde el punto de vista del calendario prehispánico cada cultura originaria celebraba el inicio del nuevo año en un día diferente; sin embargo, todas pertenecían a una urdimbre unida por misteriosos hilos secretos, Axis teológicos que nos permiten hablar de Mesoamérica como un enorme tapiz en constante movimiento.
Yo advierto que en estas varias ceremonias de apertura del año, el concepto profundo que late en todas ellas es el de explosión; ruptura, movimiento hacia afuera que permite liberar a las fuerzas creativas de Tlazoltéotl, la diosa de la fecundidad; también libera los elementos del caos que habrán de luchar con los elementos civilizatorios para que triunfe la vida, esto es, que se dé la cosecha.
Voy a describir un solo ejemplo, que quizá es el más rico y complejo de todos los carnavales indígenas: Huejotzingo.
La ceremonia dura cuatro días, toman parte miles de habitantes del pueblo y de visitantes. Vista desde el aire es una gigantesca maqueta en movimiento. Se observan primero pequeñas ceremonias que aparecen como brotes en los patios de las casas pueblerinas. Ahí se reúnen los contingentes de franceses, turcos, zacapoaxtlas, zapadores franceses con camisa azul, pantalón rojo, barbas europeas y hermosas máscaras de color de rosa. Los apaches vestidos con una falda y tocados de pluma.
Si logramos desprendernos de la actitud colonizada que ve en estas representaciones solamense te a “inditos” pintorescos que se visten con humor involuntario y los observamos con los ojos indígenas, advertiremos grandes guerreros vestidos de manera ritual y estremecedora para una gigantesca guerra concertada entre los dioses. Para los indígenas mexicanos el dios es la representación de un proceso de transformación universal. De ahí que sus dioses tengan tres o cuatro nombres diferentes que están señalando distintos momentos de ese proceso de transformación.
Así se van uniendo los hombres que se integran como contingente y que son parte del dios
que explotará en el momento culminante de la gigantesca ceremonia: la guerra ritual. Se inicia en el cementerio; ya perfectamente vestidos y convertidos en una unidad teológica esperan el primer rayo de sol que habrá de brotar desde los volcanes. En ese momento, las bandas revientan tocando aires marciales como la “Marcha de Zacatecas” o “La Adelita”. Todos nos lanzamos a bailar desenfrenadamente entre las tumbas, mujeres de luto tienen frente a sí una cazuela de enchiladas de mole. Los guerreros al danzar sobre las tumbas pasan cerca de las cazuelas y arrancan una enchilada, se manchan los inmaculados guantes blancos con el rojo sangriento del mole que cubre al maíz, nuestra carne. Ya nadie recuerda qué quiere decir esta danza ceremonial en el cementerio y el comer la enchilada. Para mí es muy claro: la sagrada comunión de comer un pedazo del sacrificado.
Del cementerio la procesión dirige a la plaza de armas. ¿Las mascadas que adornan la espalda de los guerreros son una casualidad? ¿Que no habíamos leído en Sahagún cómo los guerreros se adornaban con la piel del desollado? ¿Qué tienen que ver las mascadas de colores que tanto se asemejan a una piel humana manchada de sangre a la espalda del soldado francés? Las lecturas pueden ser múltiples. Yo tengo derecho de pensar que la mascada de los franceses-Quetzalcóatl es un recuerdo de la piel del desollado en la ceremonia de renovación de Xipe Tótec. Otra persona tiene todo el derecho de pensar que estos actos son gratuitos y que los realizan los “inditos” para que la gente de razón se divierta y les tome fotografías.
El bandido generoso Agustín Lorenzo envía mensajes amorosos a la hija del corregidor para que huya con él. Ella acepta saltando del balcón del Palacio municipal entregada por el presidente municipal o el gobernador del estado ante miles de espectadores que aceptan la convención de que es medianoche. Y ella baja como la semilla que se hunde en la tierra generosa. Agustín Lorenzo se la lleva en su caballo y el gobernador organiza un ejército para perseguirlos; entonces se dará una aterradora batalla representada, concertada, ritual.
En tanto esto sucede, en el quiosco que está en el centro de la plaza, ( Quincunce, deberíamos decir) del mutilado atrio franciscano que fuera la mutilada plaza ceremonial, se celebra una tranquila boda de “inditos”. Por favor, vuelva usted a ver desde el cielo un gigantesco cuadrado que, de hecho, representa el universo con sus cuatro rumbos cósmicos, inundada por ese fenómeno de explosión en el que se suceden raptos, asesinatos, y aparecen seres que representan el caos. Confirman la ruptura de los límites de la civilización.
Casi desnudos, manchados de sangre y aullando casi de felicidad, las entidades guerreras luchan ferozmente en una guerra universal, una bandada de huríes casi desnuda baila provocativa en medio de ese mundo viril; en el centro del universo una tranquila boda sucede rodeada de ese caos.
A unos kilómetros de Ciudad de México ocurre esta maqueta teatral de riqueza única en el mundo y resultado de tres mil años de tradición y calificada por la “gente de razón” como un “pintoresco carnaval”.
¿Qué tendrá que ver esta majestuosa ceremonia con los carros del “Entierro del mal humor” y “La reina y su cortejo de amor” de los carnavales criollos de Veracruz y Mazatlán que Raúl Velasco promocionaba?
Estos tesoros culturales intangibles se desvanecen día tras día frente a nuestra ignorancia, frente a nuestra indiferencia; se llevan un precioso fragmento de nuestra identidad cultural, de nuestra mexicanidad.
Les tengo una buena noticia: después de pelearme con las autoridades culturales de todos los partidos políticos, años, me entero que Martí Batres ha declarado Patrimonio intangible de CdMx a sus carnavales. ¡Bravo! Ahora es necesario que su ejemplo cunda por toda la República, y Puebla declare al de Huejotzingo, y Chiapas al de Chamula, y Michoacán… Bravo.
Para los indígenas mexicanos el dios es la representación de un proceso de transformación universal