¡Tan fácil que es gobernar!
El uso de la mentira es consustancial a la política. Simplemente, si un candidato a la presidencia de cualquier país dijera la verdad —que se va a ver obligado a subir impuestos, a reducir el gasto social y a despedir a miles de empleados del sector público—, entonces jamás sería elegido (así se dice, señoras y señores: el participio pasado del verbo elegir es “elegido”; lo de “electo” es el adjetivo que se aplica a quien atraviesa la circunstancia transitoria de haber ganado un cargo y que espera meramente tomar posesión; no gruñimos el “pueblo electo” cuando reclamamos que los naturales de una nación particular gozan de los favores del Altísimo sino que mascullamos “pueblo elegido”, ¿o no?) por los muy exigentes y demandantes votantes.
O sea, que las intenciones hay que ocultarlas, en primer lugar, para no avisar ni remotamente de la amarga medicina que se le va a administrar a los ciudadanos —siempre cándidamente esperanzados de que, ahora sí, se va a aparecer el gran líder redentor en el escenario— y, luego, hay que seguir disfrazando las acciones de gobierno para no agenciarse una excesiva impopularidad y poder así preparar el terreno a los sucesores del mismo partido. Tan simple como eso. Lo malo es que algunos pretendientes sí se toman muy en serio del tema de las promesas electorales. Y, cuando tienen la fortuna de auparse a la silla presidencial (providencia para ellos, esto es, no para sus sufridos súbditos) entonces perpetran el descomunal desatino de implementar justamente las políticas públicas con las que engatusaron al populacho.
¿Reducir impuestos? Faltaría más, señoras y señores: el erario es una suerte de tarjeta de crédito de la que se pueden disponer alegremente recursos sin límite. ¿Aumentar las ayudas para los sectores de la población que no sólo las necesitan sino que las reclaman airadamente? Pues, tan sencillo: a gastar a manos llenas. ¿Repartir la riqueza antes de crearla? Caramba, si es solamente asunto de expropiar los bienes de los “ricos y poderosos”.
Todo esto parece una caricatura, una parodia. Pues, miren ustedes, ya se avizora en el horizonte a un hechicero que nos avisa, con toda seriedad, que gobernar equivale a complacer.