¿Grupos criminales? Sí… y una sociedad delincuencial
En la sustracción de carburantes no solo participan grupos tan absolutamente temibles como Los Zetas o el cártel del Golfo, sino que muchos vecinos intervienen en la rapiña
El “pueblo bueno”, esa entelequia que sirve de gallardete propagandístico a los enemigos de nuestro sistema depredador, se deja también llevar por las tentaciones que seducen a los otros mexicanos, a los no bondadosos. O sea, que la promesa de mejorías materiales y mayores bienestares, así fueren asegurados por arriesgadas complicidades con los grupos criminales, viene resultándole tan atractiva a los pobladores de algunas comunidades de este país que están perfectamente dispuestos a expresar su rabia ciudadana cuando papá Gobierno, obligado ya por las circunstancias, no tiene otro remedio que intentar poner algo de orden en sus territorios. Y así, hace un par de días bloquearon la autopista Puebla-Orizaba para protestar contra el Ejército luego de que, en un operativo dispuesto por las fuerzas de seguridad del Estado mexicano, fueran detenidos aquellos “compañeros” suyos que robaban combustible de las tuberías de Pemex que atraviesan la región.
En la sustracción de carburantes no sólo participan grupos tan absolutamente temibles como Los Zetas o el cártel del Golfo sino que muchos vecinos intervienen en la rapiña. Estamos hablando de algo así como una estrategia de penetración social implementada por las organizaciones criminales para asegurarse el apoyo de las comunidades en una actividad que les resulta colosalmente lucrativa y que necesita de una amplísima red de complicidades: según parece, en un principio fueron algunos trabajadores de la propia Pemex quienes comenzaron a taladrar las tuberías y colocar válvulas a cambio de fuertes cantidades de dinero (reportaje del diario El País, el 5 de mayo pasado). Pero, en la trama hay también alcaldes, policías, regidores, empleados de la paraestatal (es la “empresa de todos los mexicanos”, así que esta especie de distribución de sus ganancias entre algunas minorías afecta directamente el patrimonio de la nación), funcionarios, negociantes y hasta dueños de estaciones de servicio. Es un saqueo a gran escala que le ha provocado una descomunal pérdida a una corporación que, de por sí, no logra sanear sus finanzas: 160 mil millones de pesos, en ocho años, según las estimaciones de Alejandro Hope, citado en la antedicha crónica del periódico español.
Lo verdaderamente preocupante del tema, más allá de la capacidad de las organizaciones delictivas para perpetrar robos a gran escala y de la incapacidad del Estado para combatirlas, es la trasmutación del ciudadano de a pie en un infractor que no sólo se acomoda perfectamente a la circunstancia de cometer atracos, como si fueran parte de una mera rutina cotidiana, sino que reclama, cuando las autoridades terminan por tomar cartas en el asunto, el perverso derecho a seguir delinquiendo con Hay aquí una estremecedora abdicación a los más esenciales principios de moralidad y una total renuncia a la condición de ciudadano civilizado total impunidad. Hay aquí una estremecedora abdicación a los más esenciales principios de moralidad y una total renuncia a la condición de ciudadano civilizado. Y, si pensamos que en este esquema no sólo participa el jefe de familia sino que las mujeres y los hijos se suman a la exigencia de que no se haga justicia, entonces el asunto alcanza ya una dimensión verdaderamente pavorosa: ¿qué clase de mexicano habrá de ser, en el futuro, ese sujeto que se ve envuelto, desde pequeño, en una normalidad tan aberrante? ¿Estamos, como sociedad, fabricando generaciones enteras de peligrosos y violentos saqueadores? ¿La crisis de valores morales ha alcanzado tales dimensiones que ya los niños se incorporan también a la cultura del robo? Sabemos que millones de conciudadanos viven en situaciones de agobiante e indigna precariedad, pero ¿esa circunstancia justifica que se vuelvan aliados de las mafias criminales en Puebla o que se dediquen a saquear trenes de mercancías en Guanajuato?
La descomposición social de México está alcanzando niveles alarmantes y en algunas regiones del territorio nacional se vive ya la realidad de un Estado fallido: no hay seguridad, no hay ley, no hay autoridades efectivas y quienes mandan ahí son los criminales. Mientras tanto, los demás ciudadanos parecemos no inquietarnos demasiado: finalmente, esa situación no la tenemos nosotros a la vuelta de la esquina. Debiéramos, sin embargo, estar muy intranquilos. Porque, si siguen aconteciendo saqueos, robos, linchamientos, asesinatos de mujeres, ejecuciones sangrientísimas, secuestros y extorsiones, entonces la viabilidad misma de la nación mexicana está en juego. Dicho en otras palabras, no tenemos futuro. Alguna gente señala que está muy mermada nuestra capacidad de indignación. Pues, resulta todavía más perturbador que no nos horroricemos, cada día, al advertir la imparable desintegración de nuestra patria.