¿El Watergate de Trump?
Donald Trump asegura que el apoyo de sus seguidores es absolutamente incondicional. Lo advirtió desde la campaña cuando dijo que podría pararse a la mitad de la Quinta Avenida y dispararle a alguien sin perder votos.
Esta semana, Trump decidió poner a prueba la lealtad de su base y la de buena parte de su partido con la decisión de remover al director del FBI. James Comey encabezaba las averiguaciones sobre la interferencia rusa en la elección presidencial, particularmente sobre la posibilidad de que miembros del equipo de campaña de Trump hubieran coludido con agentes vinculados al gobierno de Vladímir Putin para alterar el resultado de la votación. Así, el investigado despidió a su investigador.
El ex director del FBI es el tercer funcio- nario involucrado en la investigación sobre Rusia que es removido de su cargo. Trump despidió a la procuradora interina Sally Yates, quien había alertado a la Casa Blanca sobre la posibilidad de que Rusia tuviera elementos para extorsionar al entonces asesor de seguridad nacional, Michael Flynn, quien eventualmente abandonó el cargo y se encuentra bajo investigación del Congreso.
Trump también despidió al fiscal de distrito en Nueva York encargado de coordinar las investigaciones sobre los negocios de Trump en Rusia. En suma, la Casa Blanca ha buscado interferir, censurar y desprestigiar a todas las instancias interesadas en entender mejor el propósito y el alcance de la intervención rusa en las elecciones estadunidenses. Incluidos los medios de comunicación.
La conducta de la Casa Blanca genera comparaciones con lo ocurrido durante el escándalo de Watergate que terminó con la renuncia del presidente Richard Nixon. Semanas antes de que esto ocurriera, Nixon había despedido al hombre encargado de la investigación en su contra, Archibald Cox.
La comparación entre lo que ocurre hoy y los tiempos de Watergate tiene mérito, pero difícilmente aplica en un país tan distinto al que vivió el desarrollo de ese episodio. Un país profundamente dividido en el que muy pocos están dispuestos a poner patria antes de partido y en el que las instituciones están bajo un asalto sin precedente. Ésta, y no la elección de noviembre, es la verdadera prueba de fuego para la democracia estadunidense.