Para el autor, “Dallas
Tiene una colección de bellos objetos arquitectónicos independientes y desarticulados sobre una retícula de espacio perdido que únicamente celebra al automóvil”
El Aeropuerto Internacional DFW es una gran máquina de movilidad —con pocos atributos arquitectónicos pero mucha eficiencia— que conecta una de las regiones más prósperas de Estados Unidos con el resto de la Unión Americana y el mundo. Es el centro neurálgico —y geométrico— de la cuarta mayor área metropolitana de ese país —detrás de Nueva York, Los Ángeles y Chicago—, y está habitada por más de 7 millones de personas. Está estratégicamente ubicado de forma equidistante a los distintos centros de trabajo y “ciudades dormitorio” —suburbios de iguales donde la diversidad no existe en ninguna de sus concepciones— que forman una constelación de poblaciones en el noreste de Texas, y que se conoce con el nombre de Dallas-Forth Worth Metroplex.
Una telaraña de carreteras conecta el aeropuerto con las distintas poblaciones vecinas que ocupan este extenso territorio, y a su vez a éstas entre sí. Este sistema vial es el más distintivo “monumento” al importante crecimiento y desarrollo económico de esta región: un impresionante “monstruo” de ocho carriles de ancho y en ocasiones hasta cinco pisos de altura, que en sus horas “pico” está totalmente saturado y rebasado de autos, en su mayoría ocupados por una sola persona: su conductor.
El plan que rige el desarrollo y crecimiento de esta megalópolis, adoptado en la segunda mitad del siglo XX, fue creado y concebido para un gran protagonista: el automóvil.
(Dallas tiene aproximadamente 800 autos por cada mil habitantes, Nueva York 290, Monterrey 430 y San Pedro, Nuevo León 105.)
Las anchas calles del centro de Dallas, el principal sitio financiero y corporativo de la región, a pesar del espléndido clima están prácticamente vacías, con la excepción de unos pocos indigentes. Lo mismo sucede con el buen número de parques bien diseñados y mejor cuidados. La ciudad está desierta y desalmada.
Una aglomeración desarticulada de nuevos edificios, en su mayoría de pobre arquitectura y muy escasa urbanidad, forman gran parte de este nuevo centro urbano. Todos y cada uno de ellos ha sido desplantado sobre enormes cajas que los separan de las aceras, y que alojan los autos de las multitudes que ocupan estas construcciones. Además y para el colmo, me entero de que estos grandes conjuntos inmobiliarios están interconectados por una red de pasajes subterráneos.
La joya de la corona es el vecino Distrito de las Artes de Dallas, donde en los últimos años se han construido una buena cantidad de magníficos edificios de factura y mantenimiento impecables, financiados mayori- tariamente por la generosidad y el compromiso ejemplar de unas pocas familias y empresas privadas locales. Esta nueva arquitectura ha sido concebida por algunos de mis colegas más destacados, respetados y admirados: I. M. Pei (auditorios sinfónicos), Norman Foster (Casa de la Ópera), Rem Koolhaas (conjunto de teatros), Renzo Piano (Museo de Escultura) y el más reciente por Thom Mayne (Museo de Historia Natural). Todos ellos, estupendos y uno más interesante que el otro, forman una colección de experiencias de arquitectura envidiable para cualquier ciudad contemporánea. A pesar de su inminente cercanía, los pocos visitantes se desplazan entre ellos en automóvil, y acceden a cada uno desde los estacionamientos que los sirven y atienden.
Sobra decir que las calles y “plazas” aledañas se encuentran igualmente desiertas y totalmente despobladas, sin la menor muestra de actividad o energía. Cada uno de estos grandes arquitectos ha hecho su propio esfuerzo por desafiar la falta de una textura urbana y la desproporcionada red dictada por el plan original de la ciudad/región. Sin mucho éxito, todos ellos han intentado suplir el principal defecto de la metrópolis: la falta de atención y cuidado por la necesaria tensión entre la densidad y el espacio público, agravada por la falta de diversidad de usos. Dallas tiene ahora una colección de bellos objetos arquitectónicos independientes y desarticulados, colocados sobre una retícula obsoleta de espacio perdido que únicamente celebra al automóvil y lo premia con importantes concesiones.
Espacio público no es el espacio destinado al transporte; no es tampoco el “residual” ni el “que sobra” entre los edificios de la ciudad —como lo entienden muchos de nuestros gobernantes y líderes—. Mayor densidad no significa necesariamente mejor ciudad. Ambos son elementos importantes indispensables para lograr mejores condiciones de vida urbana, siempre y cuando se entiendan como una relación simbiótica y complementaria, y no como aspectos aislados.
Para lograr las mejores oportunidades y las necesarias condiciones cívicas del espacio público —el espacio de la democracia, el espacio de todos—, este debe ser diseñado al unísono con la masa que lo define y viceversa, concebido al considerar sobre todo a las personas como individuos y como colectivo. Espacio público, densidad y arquitectura son uno solo, unidos por una fina armonía y en perfecto equilibrio. Hacer ciudad y hacer arquitectura son actos simultáneos que se complementan y se retroalimentan.
Por años, urbes como Dallas han sido envidiadas y vistas como ejemplo a seguir por muchas ciudades mexicanas, especialmente las de mayor desarrollo reciente. Debemos más bien hacer una pausa y reflexionar para seguir haciendo ciudades de características propias y únicas, que se distingan por la especificidad y calidad de su arquitectura y su espacio público, y que ofrezcan una mejor calidad de vida a sus habitantes.
El obsoleto modelo de la ciudad del automóvil no nos corresponde ni nos conviene, sobre todo ahora que ya vemos cerca la inminente llegada de nuevas tecnologías de transporte público lideradas probablemente por el automóvil sin conductor, que sin duda modificarán la estructura de nuestras ciudades y nos propondrán nuevas alternativas urbanas.
Fui invitado a Dallas para dictar la conferencia magistral con la cual tuve el honor de cerrar la serie de presentaciones sobre arquitectura y ciudad titulada Dallas Architectural Forum. Al final de esta interesante jornada disfrute de una rica cena y de una animada e interesante plática con mis anfitriones, los consejeros de esta importante organización. Para concluir mi visita, uno de los simpáticos miembros de su patronato me regresó a mi hotel en su bellísimo Ferrari blanco descapotado del año, la mejor muestra y premio a su arduo trabajo y a su evidente éxito.