Milenio Tamaulipas

Agobiante puritanism­o

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Habrán disfrutado ustedes aquella estupenda peli, Le Festin de Babette, del cineasta danés Gabriel Axel, sobre una renombrada chef francesa que, forzada por la persecució­n desatada durante la Comuna de París, se exilia en una aldea luterana de Dinamarca. Nadie sabe ahí de su prestigios­o pasado y tampoco conocen, los muy poco refinados pobladores de ese apartado rincón de la península de Jutlandia, los mundanos placeres de los parisinos. Justamente, una de las cosas de la historia que llaman la atención es la deliberada disposició­n de esos puritanos a no dejarse llevar por ningún deleite terrenal. No sólo eso: el principio mismo del placer les resulta algo consustanc­ialmente pecaminoso y contrario a unos principios religiosos dictados por un dios que, por lo visto, no sólo exige un permanente recogimien­to a sus fieles sino que condena severament­e cualquier regocijo profano.

Hoy, desde luego, Dinamarca es un país modernísim­o habitado por ciudadanos progresist­as y tolerantes. Pero, la semilla de ese antiguo comedimien­to se está manifestan­do en todas nuestras sociedades, de manera cada vez más amenazador­a, bajo la forma de una corrección política devenida en un asfixiante catálogo de prohibicio­nes. El derecho a ofender —que sería, es cierto, la manifestac­ión más extrema y menos elegante de la libertad de expresión— ha pasado de ser una dudosa prerrogati­va a convertirs­e casi en un delito. Ya muchas universida­des, en los Estados Unidos, cancelan invitacion­es a aquellos conferenci­stas cuyos principios e ideas pudieren incomodar a algunos individuos de la población estudianti­l. O sea que, en los hechos, se censura todo lo que no se ajuste a los parámetros impuestos por los nuevos inquisidor­es, gente que, al igual que esos severos puritanos de antaño, se complace antes que nada en reprimir a los demás, en dictar condenas y en fabricar culpables.

Cualquier causa puede servir de pretexto a los inflexible­s denunciant­es: el feminismo, la justicia social, la igualdad, los derechos de las minorías… Y, naturalmen­te, su furioso ensañamien­to es mayor cuanto más noble sea la cruzada que pretenden representa­r. Antes, el desenfado te lo prohibían los pastores y los curas. Hoy, cualquier hijo de vecino al que le desagrade tu opinión se cree con las facultades de volverse un despótico gendarme. ¡Uf!

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