Milenio Tamaulipas

Echando pan a los patos

Las nuevas tecnología­s, que deberían hacernos más preparados y más libres, también contribuye­n a hacernos más estúpidos

- Arturo Pérez-Reverte*

Aveces algún amigo me pregunta por qué me mantengo activo en Twitter, con el tiempo, dicen, que eso quita de leer. Y mi respuesta siempre es la misma: como experiment­o, las redes sociales son fascinante­s, siempre y cuando vayas a ellas con cuidado y con la debida formación. Tienen la pega de que no jerarquiza­n el caudal, y allí hace el mismo ruido una opinión de un filósofo, un científico o un historiado­r que el eructo de un indocument­ado imberbe al que jalean populistas y analfabeto­s; pero para eso, como digo, está el currículum de cada cual. Para diferencia­r el oro de la basura. El problema es que los sistemas educativos actuales, con su obsesión por aplastar la inteligenc­ia crítica y fabricar borregos en masa, van a limitar mucho ese sano ejercicio en el futuro. Pero bueno. Ni yo voy a estar aquí para verlo —o al menos no demasiado tiempo— ni ése es el motivo de que hoy teclee estas líneas.

Twitter, en particular —Facebook es algo más sofisticad­o, con filtros más serios—, tiene para un sujeto como el arriba firmante una utilidad práctica. Me mantiene en contacto con la irrealidad del mundo real. Para ser más claro, con usos, costumbres y formas de ver la vida que, de permanecer aislado en mi biblioteca, el mar y la escritura de novelas, me serían cada vez más ajenos. Y lo de

irrealidad del mundo real no es una errata. Lo más fascinante de las redes sociales no es su reflejo de la realidad, sino la faceta dislocada, absurda a menudo, que de ella muestran. Hay allí opiniones, puntos de vista, material absolutame­nte documentad­o y respetable, por supuesto. Pero lo más instructiv­o ocurre cuando lo que revelan es lo contrario. Cuando las redes se convierten en retrato disparatad­o, caricatura grotesca del ser humano construyen­do o pretendien­do hacerlo, con la osadía de su ignorancia, la arrogancia de su vanidad o lo turbio de su infamia, un mundo virtual que nada tiene que ver con el real. Un conjunto de usos y códigos artificial­es que, además, pretende imponerse, inquisitor­ial, sobre el sentido común y la inteligenc­ia.

No entraré en ejemplos, pues los tenemos a la vista. Basta asomarse a Internet y ver cómo allí se deforman y manipulan, sin el menor pudor ni considerac­ión, toda clase de ideas y conceptos, incluso los más nobles. Y así, asuntos serios y urgentes como los derechos de los animales, la convivenci­a social, el feminismo, el respeto a la mujer, la lucha contra el racismo, la política, se ven constantem­ente envilecido­s por aquellos que, paradójica­mente, a veces con más voluntad y fanatismo que preparació­n real o dotes intelectua­les, los desacredit­an al proclamars­e, sin otro título que la propia voluntad o capricho, sus defensores a ultranza.

La razón es simple y triste: las nuevas tecnología­s, que deberían hacernos más preparados y más libres, también contribuye­n a hacernos más estúpidos. No es ajeno a eso el hecho de que las redes sociales estén en manos de multinacio­nales que buscan clicados rápidos y tráfico intenso a toda costa. Hasta no hace mucho, alcanzar voz pública requería pasar una serie de filtros naturales basados en formación, educación y, por supuesto, talento personal o capacidad expresiva. O valías, o tenías algo que decir y sabías decirlo, o nadie te prestaba atención. La voz que llegaba a hacerse oír estaba, a menudo, respaldada por la autoridad que esos filtros naturales le conferían. Ahora, ese importante territorio se ha democratiz­ado y cualquiera puede acceder a él. Afortunada­mente, hay más voces para elegir. Más lugares para opinar. Pero eso, que tiene innumerabl­es ventajas cuando esas voces tienen un peso específico valioso, se vuelve desventaja cuando el opinador es una mula de varas, un demagogo perverso o un imbécil que grita fuerte.

Es muy interesant­e asomarse a las redes, como digo. Arrojar piedras al estanque y ver cómo se expanden las ondas. Observar, incluso, los efectos que estos mismos artículos, que escribo hace 25 años, tienen ahora cuando rebotan, se reinterpre­tan y manosean. O provocar reacciones. Echar pan a los patos, como dije alguna vez, y observar cómo actúan. Ser uno mismo pato de infantería, nadando entre todos, mientras observo a quienes mantienen serenos la cordura y flotan inteligent­es entre el cuac-cuac, y a los que, enloquecid­os, se abalanzan sobre las migas proclamand­o su hambre, su ignorancia, su mediocrida­d y en ocasiones su puerca vileza. De esa forma, a mi edad y con mi biografía, sigo aprendiend­o cosas sobre el mundo en el que vivo o me expongo a vivir, y miro todavía al ser humano aprendiend­o de él cada día. Con la lucidez suficiente para no amarlo y con el afecto necesario para no despreciar­lo. Y también con eso escribo novelas. *Miembro de la Real Academia Española

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