En la capital venezolana
Impera la anarquía, el cierre de calles, una delincuencia desmedida y el choque permanente entre chavistas y simpatizantes de la oposición
Caracas, capital de Venezuela, ciudad verde, enclavada en un paraíso natural, abrazada por una majestuosa montaña: El Ávila. Urbe asentada sobre la mayor reserva petrolera del mundo, congelada en el tiempo de su esplendor durante los sesentas y setentas. Hoy, en franca decadencia, vive la peor de sus crisis.
Es la Caracas de Nicolás Maduro, donde salir a la calle es peligroso. Aquí la delincuencia está desbordada y hasta un celular puede costarle la vida a su dueño. Es considerada la ciudad más violenta del mundo, con un estimado de 130 mil asesinatos por cada 100 mil habitantes, según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal (CCPJP).
Con la economía por los suelos, sus habitantes han tenido que acostumbrarse a cargar fajos de billetes para comprar lo mínimo. El bolívar, la moneda nacional, se sigue devaluando y la inflación de este año será de 720 por ciento, según el Fondo Monetario Internacional (FMI).
En Venezuela, todos los precios están en miles. Los caraqueños se han adaptado y son contadores expertos: 50 billetes de 100 en una bolsa, 50 más en la otra, y otros 50 en la cartera, bultos y bultos de papel moneda; 150 billetes para comprar un pan y un jugo.
La descomposición económica raya en lo absurdo. Actualmente, adquirir una llanta o repararla es, en los números, más costoso que el precio original de cualquier vehículo. Con lo que hace diez años se compraba un departamento de clase media, hoy solo alcanza para que cuatro personas coman en un restaurante.
Es la Caracas socialista, con imágenes de Hugo Chávez y Maduro por doquier, donde se mantienen las largas filas para adquirir alimentos y productos básicos. Aquí escasean el arroz, las pastas y la harina de maíz. ¡El colmo en un país donde la arepa es el platillo nacional!
Tampoco hay productos de higiene personal: desodorantes, pastas de dientes, toallas femeninas… y encontrar medicamentos es un auténtico viacrucis, el drama de miles de familias.
Hay hambre y mendicidad en las calles. Niños pidiendo dinero para comer, algo que no ocurría durante el gobierno de Chávez. Incluso los profesionistas exitosos, quienes laboran en los ministerios o en empresas trasnacionales no pueden comer frijoles, aquí caraotas, a menos que el gobierno se las regale.
En la capital venezolana, donde vive y gobierna Nicolás Maduro, impera la anarquía. Cierre de calles y caos vehicular. Nadie respeta las reglas de tránsito porque nadie las hace respetar. Incluso con la luz roja, el peatón se las tendrá que ingeniar. Un país donde según Human Rights Watch (HRW) “no hay estado de derecho”.
Es la Venezuela post-Chávez, donde el enfrentamiento entre chavistas y opositores no solo ocurre en las calles, sino en los hogares.
La tierra de Bolívar se ha vuelto un país dividido, enfrentado y sin esperanza. La crisis golpeó duramente la autoestima del venezolano, quien siempre fue orgulloso y alegre, que se sentía heredero de un tesoro, hoy cruelmente saqueado.
Es la Caracas de Maduro, donde no se vive, se sobrevive. Es la tragedia de un país llamado a la grandeza. Y todo esto, ni un chavista lo podría negar…
Tras 108 días de protestas en Venezuela, el saldo es de 96 muertos. Sin embargo, la cifra sería aún mayor si no fuera por los paramédicos voluntarios, jóvenes estudiantes de medicina que se colocan en la línea de fuego para atender a los lesionados.
El grupo se formó en 2014, año de protestas contra Nicolás Maduro, y se reactivó hace unos meses, cuando los futuros médicos descubrieron que las corporaciones gubernamentales, e incluso la Cruz Roja, no atiendían en el lugar a los manifestantes heridos.
Su lógica es clara: si los asisten durante los primeros 60 minutos, la llamada “hora dorada”, sus posibilidades de vivir son mayores. “Hemos visto lesiones por explosiones y por armas de fuego, además de amputaciones traumáticas. La mayoría de los pacientes son manifestantes, pero también atendemos a los policías”, comenta a MILENIO su coordinador en Caracas, George Simon.
Un día sí y otro no, desde hace tres meses, se reúnen para salir a campo. Así ocurre cada vez que la oposición convoca a alguna marcha que, inevitablemente, será reprimida. En abril eran 30 miembros y han logrado crecer a 200. Son estudiantes de medicina u odontología de la Universidad Central de Venezuela (UCV), asistidos por 96 médicos especialistas.
Su punto de reunión es el centro comercial Sambil de Caracas, donde se colocan sus chalecos y cascos antibalas, revisan sus máscaras antigás e insumos. Además, rezan tomados de las manos “para ayudar mientras podamos” y se cuentan iniciando con el número dos. El uno, un compañero suyo, falleció recientemente al ser arrollado por
Por la inflación, la gente carga 150 billetes de 100 bolívares para comprar solo jugo y pan En las calles hay hambre y mendicidad, algo que no ocurrió en tiempos de Chávez
una camioneta en medio de las protestas. El peligro de su labor los ha obligado a adoptar prácticas internacionales, como si estuvieran en una zona de guerra. Actualmente, aplican el Protocolo de Cuidados Tácticos (TCCC, por sus siglas en inglés), diseñado por la OTAN para la asistencia en entornos hostiles.
Se movilizan en motocicletas y se colocan en lugares estratégicos, a la espera del choque entre los manifestantes y las fuerzas del Estado. Tarde o temprano, comienzan a llover los perdigones y los gases lacrimógenos, por lo que 75 por ciento de sus consultas se relaciona con asfixia, contusiones y fracturas. Pero también han salvado vidas.
“A ustedes no les hacemos nada, así que no estén dando show”, les dice un guardia nacional al pasar junto a ellos, mientras corretea a un grupo de jóvenes.
Agrupados con el emblema de la Cruz Verde, son poseedores de un récord: hoy tienen más salidas a campo y atenciones que cualquier otro grupo de paramédicos en América Latina. Pero sobre todo, a su corta edad, ya defienden el juramento que harán al concluir sus estudios.
“La juventud venezolana nos está dando una lección. Yo no estaría aquí si no fuera por ellos”, afirma su coordinador, un cirujano de 56 años. “Han dado un paso al frente y asumido la responsabilidad de construir la Patria que ellos quieren”.
Desde abril, el número de brigadistas creció de 90 a 200; uno de ellos murió atropellado