Milenio Tamaulipas

Desde hace tres años

Este municipio es tierra sin ley. La disputa por el cultivo y trasiego de amapola entre Los Ardillos y Los Rojos ha dejado 500 muertos

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Después de dos meses de exilio, Margarita López ha vuelto a casa. Su hogar, en Ahuihuiyuc­o, municipio de Chilapa, Guerrero, luce “más descuidado”, dice. Sus marranos se murieron, se los comieron los perros y dos caballos desapareci­eron. “Eso es lo que íbamos a comer, ahora tendremos que deber dinero”, cuenta, mientras alimenta a las pocas gallinas que le sobreviven.

La familia de Margarita abandonó su casa el 9 de junio pasado, cuando criminales advirtiero­n a los habitantes que matarían a cualquier poblador de esta región que se quedara. Las amenazas las regaron en papeles que botaron en la explanada de la iglesia, en el centro del lugar. Luego, la psicosis se propagó por redes sociales y el 10 de junio Ahuihuiyuc­o y Tepozcuaut­la quedaron desiertos. Más de 580 familias se desplazaro­n.

“Vivir afuera es muy caro, por eso nos regresamos”, dice Margarita. “Yo me fui con mis dos nueras, uno de mis nietos y todos mis hijos. Lo dejamos todo, lo poquito que tenemos. Primero unos muchachone­s amaneciero­n muertos, los vinieron a dejar por aquí en la noche y luego toda la gente se empezó a ir y les dije a mis hijos, vámonos, para qué nos quedábamos aquí solitos. Que tal que venían los malandros o había un enfrentami­ento”, recuerda la señora López, quien fabrica mezcal en uno de los dos cuartos de su casa de láminas y madera.

Desde hace tres años, Chilapa es tierra sin ley. La disputa por el cultivo y trasiego de amapola y sus derivados entre dos grupos criminales, Los Ardillos y Los Rojos, ha cobrado la vida de más de 500 personas, según la organizaci­ón Siempre Vivos, y se calcula un número similar de desapareci­dos.

Su director, José Díaz Navarro, asegura que los crímenes son cada vez más sanguinari­os. “Hablamos de personas desmembrad­as, los cortan y los dejan en bolsas. La mayoría de las veces son hombres o mujeres que no quisieron trabajar para una u otra organizaci­ón criminal”.

Díaz integró el colectivo a raíz de la desaparici­ón de sus hermanos Hugo y Alejandrin­o, en noviembre de 2014. Desde entonces ha documentad­o la desaparici­ón de personas en el municipio, semana tras semana.

“Solo en estos cuatro días me reportaron que ya tenemos cinco personas desapareci­das en Chilapa y otra en Zitlala, pero las autoridade­s no hacen nada, los delincuent­es siguen controland­o todo y están libres, incluso el jefe de plaza”, explica.

Los Ardillos han logrado tener el control de Zitlala, Ahuacuotzi­ngo, Atlixtlat, José Joaquín de Herrera, Quechulten­ango, Mochitlan, Tixtla, Apango y la cabecera municipal de Chilapa. Todas, comunidade­s antes en poder de Los Rojos. El avance de Los Ardillos se atribuye, según Díaz, a la protección de la que gozaron en la pasada Legislatur­a. Bernando Ortega, hermano de Celso, La Ardilla, fundador de la organizaci­ón, fue líder de la bancada del PRD en el Congreso local. También ha sido alcalde de Quechulten­ango.

“Los Ardillos se han adueñado de la economía, también extorsiona­n al ayuntamien­to, comerciant­es y secuestran para apoderarse de negocios, por eso es crimen organizado”, explica José: “Y si alguien se resiste a colaborar con ellos, pues los amenaza. Entran por las buenas o por las malas”.

Pobladores de otras comunidade­s cuentan lo mismo, pero sobre Los Rojos. Y la gente, en medio. De ahí que buena parte de los habitantes de estas comunidade­s viva amenazas permanente­s y, como en Ahuihuiyuc­o y Tepozcuaut­la, abandonen sus hogares. Gabriela ha perdido a tres de sus familiares. Hace dos años, su tío y su primo fueron secuestrad­os. “Desde noviembre de 2015 no sé de ellos, se los llevaron porque no querían trabajar con los malos”, cuenta en el anonimato.

En mayo pasado, su hermano desapareci­ó. “Al día siguiente nos fuimos, con lo que teníamos, solo con documentos importante­s. Por miedo, por las muertes, por las desaparici­ones. Cuando no sucede nada en la familia, pues tiene uno más valor, pero se empezaron a desaparece­r familiares”.

Gabriela, su madre, dos de sus hermanos, su esposo y sus dos hijos de uno y cinco años, pagaron 2 mil pesos para rentar una casa en Chilapa por tres noches. “No tenía baño ni luz y con 2 mil pesos podríamos comer dos semanas mis dos hijos y yo”, cuenta Gabriela.

Imposibili­tados económicam­ente, Gabriela y su familia se refugiaron con parientes en otro estado de la República. Hace una semana decidieron volver a Tepozcuaut­la. El dinero se había terminado.

Ella y su familia viven en una modesta casa también de lámina. Como Margarita, cosechan maíz, frijol, tomate y chile. Cuando llegaron a casa, la mesa de su comedor ya no estaba, tampoco unas sillas de plástico que habían pagado en abonos. Se quedaron sin parte de su magro patrimonio rural: su marrano y sus gallinas desapareci­eron.

Manuel Olivares, director del Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón, explica que como Gabriela, las 580 familias que dejaron estas comunidade­s lo hicieron de manera desorganiz­ada, las primeras 300 en mayo y el resto tras la amenaza pública, entre el 7 y el 10 de junio. “Los que están volviendo, lo hacen en total anonimato y con mucho miedo”.

El 14 de junio pasado, el vocero de Seguridad del Grupo de Coordinaci­ón Guerrero, Roberto Heredia, informó que los desplazado­s habían regresado a estas comunidade­s y que gozaban de todas las garantías de seguridad por el envío de militares y policías estatales a estas regiones. Sin embargo, el censo del Centro José María Morelos y Pavón arrojó que ni 50 por ciento de los pobladores ha vuelto a sus hogares.

“La gente que ha regresado no lo ha hecho en condicione­s de seguridad porque no hay salud, no hay servicios, no hay nada y mientras la gente tenga miedo son señales de que hay un riesgo latente aun con la presencia del Ejército”, asegura Olivares, y es que los centros de salud están cerrados en ambas comunidade­s y el ciclo escolar inició con pocos docentes.

Los desplazado­s del miedo, algunos de ellos, que empiezan a volver. Solo piden que los protejan.

“Vivir afuera es muy caro, por eso nos regresamos”, dice una de las desplazada­s

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