Milenio Tamaulipas

Miguel y Yelizbeth disfrutaba­n

De la llegada de su hijo cuando inició el sismo; esa noche nacieron tres en Coita

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Ocozocoaut­la, Chiapas. A las 11:45 de la noche del jueves 7 de septiembre, Miguel Espinoza y su esposa Yelizbeth Niño no podían estar más felices: su primogénit­o, Dylan, acababa de nacer.

La mamá y el pequeño fueron llevados a la cama de hospital que ocuparían por los próximos dos días en la Clínica Rural 31 de Ocozocoaut­la, en Chiapas.

Miguel había estado de mal humor los últimos días, pero en ese momento disfrutaba algo que nunca había sentido: tenía en brazos, por primera vez, a su hijo. Pura felicidad en Coita, como también le dicen a este municipio. Aunque algo lo inquietaba…

“Me sentía raro desde días atrás, como si tuviera un presentimi­ento”, recuerda. Y esa noche, justamente cinco minutos después, descubrió que su instinto no fallaba.

Primero, el piso se movió hacia un lado, luego hacia el otro, y después ya no era posible saber qué dirección tomaba. El sismo de magnitud 8.2 que afectó a Chiapas y Oaxaca había comenzado.

“Apenas estaba abrazando a mi hijo cuando empezó a temblar. Sentí un poco de impotencia, porque quería salir y a la vez no podía dejar solita a mi esposa, porque tenía la cesárea, no se podía mover”, cuenta.

En el momento del temblor había dos pacientes más en el mismo cuarto, ya que sus hijos también nacieron esa noche. “Hay tres camas por cada cuarto. Tampoco ellos pudieron salir por lo mismo”.

Miguel tiene 26 años. Es quien capacita a los trabajador­es de la empresa donde labora. Esa noche, rememora, mientras el temblor aumentaba su intensidad, se acercó lo más que pudo a su esposa y, junto a Dylan, se fundieron en un apretado abrazo. Esperaban lo peor.

“A la vez me sentí resignado, pues parecía que nunca iba a parar, también me daba lástima él, Dylan, porque empezaba a abrir por primera vez sus ojos y que los volviera a cerrar no era el chiste”, comenta.

Yelizbeth estaba aún semiincons­ciente por los efectos de la anestesia. “Para mí no pasó nada, estaba adormilada de todo mi cuerpo. Solo sentía la cabeza que me golpeaba contra la camilla”, dice apenas sonriendo, pero moviendo sin parar las manos.

Hoy, la pareja ha dejado su casa en Coita. Se mudaron a la comunidad Abelardo L. Rodríguez, en Cintalapa. Ahí vive la madre de ella, quien la cuidará los próximos 40 días, hasta que llegue el momento de que regrese a trabajar como operaria a una fábrica local. Sentada junto a su esposo, Yelizbeth muestra aún facciones infantiles, aunque ya es una mujer de 23 años.

Recuerda que la noche del sismo se fue la luz en el hospital y su madre, que esperaba afuera de la clínica, entró abriéndose paso entre la seguridad de la clínica, iluminando su camino con la lámpara de un teléfono celular.

Una vez que concluyó el sismo y poco a poco fue regresando la calma, se les informó que no había daños en la estructura de la clínica y que ella debía permanecer en observació­n dos días más.

Con las otras dos parejas que ocupaban la habitación, Yelizbeth y su esposo idearon un plan básico en caso de que hubiera otro sismo.

“Agarrar a los niños y salir corriendo”, asegura ella, y sonríe mientras Dylan duerme en los brazos de su esposo, que, sentado a un lado, agrega: “Quedamos que si volvía a temblar, tumbábamos entre todos una de las puertas para sacar a nuestras esposas y a los niños”.

Mientras acomoda el pequeño gorrito que cubre la cabeza de su hijo, la joven hace un recuento de los minutos posteriore­s al sismo.

“El temblor fue a las 11:50. A la una bañaron a Dylan. A las seis, siete de la mañana es la vista de los doctores y los familiares y entran los médicos preguntand­o ‘¿dónde están los niños del temblor?’”. Ahí están, vivos. Como Dylan, el niño que no debía cerrar los ojos. El bebé que no debía morir aquella noche…

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DANIEL VENEGAS

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