México ante el espejo
Seguimos viviendo la omnipresente realidad de la violencia y las nefarias consecuencias de la corrupción; esto no se borra con encendidas proclamas ni tampoco invocando sensibleramente la elusiva grandeza de la nación
En pleno mes de la patria, envueltos en la retórica nacionalista y el oportunismo político de quienes alardean calculadamente de su mexicanidad para agenciarse simpatías ciudadanas, seguimos viviendo la omnipresente realidad de la violencia —ahí está el escalofriante asesinato de Mara Fernanda Castilla, el suceso de esta semana, en espera de otros horrores cuyo acaecimiento podemos predecir con una certeza casi científica (sólo es cuestión de que transcurran algunas horas, días a lo máximo, para que las páginas de los diarios vuelvan a consignar las salvajadas que salpican nuestra cotidianidad)— y las nefarias consecuencias de la corrupción.
Esto no se borra con encendidas proclamas, señoras y señores, ni tampoco invocando sensibleramente la elusiva grandeza de la nación: algo anda muy mal aquí, a pesar de lo profundamente movidos que estamos ahora por el fervor patriótico, como para que unos jóvenes refugiados de la guerra de Siria temieran —al ofrecerles Proyecto Habesha, una organización humanitaria de ayuda, que se afincaran en Aguascalientes para proseguir sus estudios— que la inseguridad en México pudiere significar un riesgo para sus personas. Y, esto, de gente que viene de un infierno en el que han muerto medio millón de personas. Ya aquí, se han dado cuenta de que se puede llevar una vida tranquila en un entorno hospitalario y amable pero estamos hablando de cualquier manera de la reputación de todo un país y de la percepción que se tiene de nosotros en el extranjero.
Nos indigna colosalmente la corrupción del aparato público pero, ¿qué podemos decir de la chica estadounidense, de vacaciones con su familia en Playa del Carmen, que murió luego de ingerir bebidas adulteradas, en enero de este año? El suceso mereció que el Departamento de Estado de nuestro vecino país lanzara una alerta a los turistas. El mazazo para un sector importantísimo de nuestra economía ya no lo quitó la posterior intervención de unas autoridades que, miren ustedes, decomisaron miles de litros de alcohol impuro y venenoso de cuya existencia jamás se habían enterado. ¿De qué México estamos hablando, en este caso? Y, ¿qué puede pensar, cualquier observador externo, del hecho de que un hombre y su hijo hayan muerto al caer en un agujero en una autopista recientemente inaugurada en Cuernavaca? Cuando un desbordamiento de aguas negras en Tijuana alcanza las playas de San Diego y los vecinos se tapan las narices, ¿cómo queda la imagen de México? La fuga de prisiones de “alta seguridad” protagonizada por El Chapo —no una vez, sino en dos ocasiones—, ¿no es un episodio descomunalmente bochornoso para una nación?
Naturalmente, en estos días de celebraciones patrióticas nuestro espíritu se congrega en torno a los valores comunes y se alimenta de una riquísima cultura nacional hecha de espléndidas tradicio- nes, de música, de gastronomía, de arte y antiguos legados. No sería el mejor momento para cultivar ese pernicioso negativismo que tanto ha contaminado la vida pública en los últimos tiempos y que, sin reconocer deliberadamente ningún logro ni mejoría colectiva, descalifica de un plumazo cualquier apreciación favorable de las cosas. En esa escalada hacia el peor de los mundos, la crítica deja de ser un ejercicio saludable —y, desde luego, necesarísimo— para transmutarse en una desalentadora labor destructiva y nada más.
Pero, justamente, la jubilosa evocación de la mexicanidad debiera estar acompañada de un orgullo tranquilo, fundado en la certeza de que la ignominia y la vergüenza no tienen ya cabida en este país. Una vez más, la instauración de un auténtico Estado de derecho —o sea, de una sociedad regida por el inalterable imperio de la ley— vuelve a ser la primerísima de las prioridades nacionales. Porque, los deshonrosos episodios que hemos consignado fugazmente en estas líneas —por no hablar de la ominosa presencia de la tragedia— resultan directísimamente, todos y cada uno de ellos, del desacato a las leyes y de la no aplicación de la justicia.
Sin justicia no tenemos futuro. Sin justicia no hay país. Sin justicia no existe la civilización. Decirlo, ahora mismo, en el Mes de la Patria, es cosa obligada.