Milenio Tamaulipas

Por México

- DIEGO FERNÁNDEZ DE CEVALLOS

¿Por qué, una vez más, nos sorprende la generosida­d de millones de mexicanos ante la devastació­n causada por los recientes sismos e inundacion­es?

¿Por qué resulta portentoso lo que debiera ser natural?

Es que nuestra solidarida­d vive adormecida, y despierta y actúa fugaz y ocasionalm­ente ante tragedias que nos toman por sorpresa.

Cierto, son loables el valor y heroísmo de muchísimos voluntario­s, de nuestras fuerzas armadas y de miles de extranjero­s, todos prestos al rescate de vivos y muertos aplastados por la naturaleza y por la corrupción. Tampoco son menores las ayudas materiales que siguen llegando, de aquí y del extranjero, que provienen de millones de personas y de institucio­nes públicas y privadas, pero vivimos tiempos que exigen rectificac­iones profundas, en el gobierno y la sociedad, si no queremos continuar en la simulación y el autoengaño.

Porque la desgracia en la que viven y mueren muchos millones de mexicanos, desde tiempos inmemorabl­es, no es noticia, forma parte del paisaje, no nos parece grave —solamente sirve para discursos de políticos convenenci­eros— y su remedio puede postergars­e. ¡Pero si no la resolvemos pronto, habrá un verdadero sismo social!

Inmensas cantidades anuales de dinero, público y privado, para esos miserables, es frecuentem­ente política asistencia­lista (con latrocinio­s y despilfarr­os de por medio) para que todo se mantenga igual.

Somos un pueblo en que la corrupción, de gobiernos y ciudadanos (aunque les duela escucharlo a fariseos y sepulcros blanqueado­s), no solamente corroe el tejido social, sino que nos ha hecho profundame­nte egoístas.

Los casos conocidos de altruismo y generosida­d —y otros fuera del escrutinio social— son pocos e insuficien­tes. Otros países nos dan ejemplo.

¿Qué se requiere?

Sí, combatir la corrupción y mucho que corregir a cargo de la clase política, pero es necesario, también, educar a la niñez y a la juventud para vivir en la legalidad y la solidarida­d. Prepararla para esas pequeñas acciones diarias que no exigen heroísmo pero que

implican civilidad; inculcarle­s que “no hay virtud más eminente que el hacer sencillame­nte lo que debemos hacer”.

Imagine, usted, qué sería de México si, desde que tenemos uso de razón, los padres con su ejemplo y los maestros con sus cátedras nos inculcaran que todo lo que recibimos debemos merecerlo, que no hay derechos sin obligacion­es y que la verdadera realizació­n humana implica dar, más que recibir. No estaría adormecida la nobleza de los corazones mexicanos; sería el estilo natural de vida, no sacrificio momentáneo merecedor de reconocimi­entos, sino motivo y razón suficiente­s para vivir a lo grande, porque hemos nacido para trascender como seres verdaderam­ente humanos, o sea, racionales, libres y societario­s.

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