Milenio Tamaulipas

El pánico comienza a

Atormentar a mi abuela con diurnas visiones apocalípti­cas que incluyen bombas y tsunamis

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La tierra se agita tan fuerte en Nepantla —el último pueblo del Estado de México antes de llegar a Morelos por la Chalco-Cuautla— que las tres bolas de piedra volcánica de una fuente —juntas pesan media tonelada— ruedan ligeras y rápidas, como canicas, por el patio interior de la casa. Rompen dos jarrones y una puerta corrediza de vidrio.

Veintinuev­e horas después, cuando ciudadanos y marinos remueven las ruinas de un puente colapsado y reabre la carretera de Oaxtepec, llego a la Ciudad de México a las seis y media de la tarde (miércoles 20 de septiembre) con la sensación de que mi abuela de 91 años está muerta.

La encuentro sentada en la sala de su casa (al lado de la Alberca Olímpica), pálida y sombría, ajena al terremoto, con la cabeza perdida entre frágiles recuerdos antiguos. Bebemos café. Me despido a las ocho de la noche.

Camino por División del Norte hasta Miguel Ángel de Quevedo; tras el puente, el Soriana de Taxqueña está destruido. Cintas amarillas prohíben el paso. Un oficial de Protección Civil dice: “Nadie ha fallecido”. Una muchacha lo confronta: “No mames, era un supermerca­do en hora pico”.

Visito a mi abuela durante los siguientes días. A través de las charlas con sus cuidadoras, el terremoto se ha filtrado dentro de ella. Ya sabe sobre derrumbes, cadáveres y puños en alto que piden silencio para poder escuchar sonidos de vida.

Sin referencia­s concretas con las cuales construirs­e, la imaginació­n de mi abuela proyecta una tragedia amorfa en donde el derrumbe y la muerte, al ser invisibles, todo lo cubren y todo lo abarcan. Y ese terror abstracto comienza a atormentar­la con diurnas visiones apocalípti­cas que incluyen bombas y tsunamis. Sus noches no son mejores: sueña con fuego y perros destripado­s.

El jueves por la mañana (5 de octubre), dos semanas después del temblor, le digo que tome su bastón de madera y se ponga el abrigo, pues tal vez llueva. Conduzco por División del Norte hasta Miguel Ángel de Quevedo; tras el puente me estaciono ante el Soriana destruido. “Dicen las noticas que todos los clientes salieron antes de que el edificio se les cayera encima”, digo, “aquí no murió nadie”. Mi abuela contempla los escombros. Dice que huyamos unos días de la ciudad. Nos seguimos hacia Nepantla.

El peligro de una abstracció­n es su ausencia de forma. Y en el corazón de mi abuela, el terror abstracto se había desbordado hacia un dolor que, al no tener límites, se abrió hacia el infinito. En Nepantla, con la mirada fija en las tres piedras cuarteadas de la fuente, parece aliviada: el milagroso relato de los supervivie­ntes de un supermerca­do que colapsó durante el terremoto es una imagen concreta a la que su terror puede aferrarse.

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