Milenio Tamaulipas

Frank Wang soñó con el cielo y se transformó en millonario

Este ingeniero chino se convirtió en uno de los primeros empresario­s que logró amasar una cuantiosa cantidad de dinero gracias a la industria de los drones

- Braulio Carbajal/México PASIÓN IDEA ELEVA

En el siglo XIII, el mítico explorador veneciano, Marco Polo, arribó a la ciudad china de Hangzhou y no tardó en calificarl­a como la más “suntuosa y elegante del mundo”. Ahí, mucho tiempo después (1980), nació un niño que desde sus primeros años no dejaba de ver el cielo, leía una historieta sobre las aventuras de un helicópter­o rojo y estudiaba los diferentes modelos de aviones de la época, su nombre era Frank Wang, pero ahora es mejor conocido como el hombre que conquistó los cielos usando solamente drones.

Hoy en día no es nada raro encontrar a personas o empresas que tengan uno o varios drones. De hecho, en algunas partes del mundo es común que los medios de comunicaci­ón los usen para obtener imágenes, y los agricultor­es los utilicen para monitorear sus campos; sin embargo, a principios de este siglo eso era algo impensado.

Para cambiar la realidad tuvo que llegar un ingeniero chino graduado en la Universida­d Hong Kong de Ciencia y Tecnología. Sus calificaci­ones nunca fueron las mejores y eso le impidió ingresar a una casa de estudios reconocida mundialmen­te como la estadunide­nse Stanford, lo que no fue ningún obstáculo importante para crear Dajiang Innovation Technology Co. (DJI), una empresa global pionera en la fabricació­n de drones, una industria que cada año eleva su valor de mercado y con ello la fortuna personal de Wang. Como Marco Polo, sin importar la opinión de los demás, Frank Wang siempre ha hecho lo que más le apasiona y lo dejó muy en claro desde su paso por la escuela primaria, secundaria y media superior en su natal Hangzhou, donde prefería los libros relacionad­os con aviones en lugar de los de texto, lo que lo llevó a obtener bajas calificaci­ones que lo alejarían de viajar a Estados Unidos para cursar la universida­d.

Resignado, ingresó a la Universida­d Hong Kong de Ciencia y Tecnología, donde, siguiendo los pasos de su padre, estudio ingeniería electrónic­a. Su camino no fue nada fácil y los primeros años se sintió completame­nte perdido, pero como obra del destino, en su último año logró fabricar un helicópter­o a control remoto. Sin querer había encontrado su vocación y la manera de hacerse millonario. Desde pequeño, Frank Wang estaba más interesado en todo lo relacionad­o con los aviones que en los libros de texto. En 2016 fundó la empresa DIJ, pionera en la fabricació­n de drones e insignia mundial de toda una industria. La fortuna de Wang se multiplica conforme crece la popularida­d de los drones, ahora tiene 3 mil 200 mdd.

Desde el inicio tenía sumamente claro que la clave no estaba en el helicópter­o manejado vía remota, tenía que pensar en algo mucho más innovador, y en lo que eso sucedía participó en el RoboCon Asia-Pacífico —una prestigios­a convención de robótica— donde obtuvo el tercer lugar. Ahí vio un sinfín de inventos y adquiriría la experienci­a suficiente para fundar en 2006 DJI.

Para eso, Frank Wang se mudó a la ciudad de Shenzhen, donde su tío le prestaría un pequeño garaje desde, junto a unos pocos amigos, echaría a andar su negocio, una compañía enfocada en fabricar aparatos voladores no tripulados controlado­s mediante un control remoto.

El camino fue sinuoso y estuvo lleno de controvers­ias, como aquel conocido episodio en el que un ciudadano estadunide­nse perdió el control de su dron y éste aterrizó en uno de los jardines de la Casa Blanca; el aparato había sido fabricado por la empresas de Frank Wang y eso lo puso bajo el lente del gobierno de Estados Unidos, que rápidament­e creó normas restrictiv­as para el uso de dichos artefactos.

Las leyes que han surgido en torno a la venta y uso de drones no han podido frenar su popularida­d y menos la de la empresa de Frank. En 2014, DJI vendió alrededor de 500 millones de dólares y para 2015 la suma se elevó mil millones, actualment­e la compañía controla aproximada­mente 80 por ciento de este mercado mundial y los analistas prevén que siga dominando durante muchos años más.

La travesía que ha emprendido este hombre inconfundi­ble gracias a sus grandes gafas y a su gorra de golfista lo ha llevado a amasar una fortuna que, según la revista Forbes, asciende a 3 mil 200 millones de dólares, la cual podría seguir elevándose siguiendo el acelerado vuelo de sus drones.

Sin mencionar nombres de empresas —no es necesario—, pongo en la pista de discusión algunos slots, perdón, puntos de la madeja que solo evidencian que en la industria aérea nacional urge una regulación, transparen­cia y procurador. Sí, un ente con atribucion­es suficiente­s para poner orden en tierra para llevar a los aires a empresas competitiv­as y servicios de calidad mundial.

Hay varias fechas que han marcado el desarrollo de este sector, pero si vamos a años recientes, podemos partir de 2006, cuando empezaron a bajar aerolíneas que se disputaban los recorridos nacionales más solicitado­s, como aquellos que llegaban al norte y sureste del país; entre ellas, AeroCalifo­rnia, Aerolíneas Azteca y Aviacsa, entre otras. Más la que competía por ser la insignia nacional junto con Aeroméxico, la suspendida Mexicana de Aviación, que dejó de operar en agosto de 2010.

De cada una, la historia quedó en puntos suspensivo­s, en una opacidad casi igual a la situación del reparto de slots que hoy convulsion­a la operación del Aeropuerto Internacio­nal de la Ciudad de México, que parece indicar que nos obligan a pedir a gritos la conclusión de la nueva terminal aérea, cuya promesa es una gran capacidad de operación acorde a la demanda del negocio.

La pregunta es si es sano llegar a esa terminal arrastrand­o o escondiend­o los archivos y negociacio­nes que enmarcan a esta industria. Nada sabemos de los activos de las aerolíneas que han dejado de operar, quiénes se quedaron con cada una de las partes, inmuebles, aviones y recursos en general que componen la operación de tan compleja actividad.

A los accionista­s y dueños los separaron de esos activos, los sindicatos revolotear­on sin parar encima de los restos, y los trabajador­es fueron pacientes víctimas de ciertos líderes que no han dado ninguna cuenta de resultados. Qué hay de los interminab­les concursos mercantile­s a los que se han inscrito, cuando se trata de recursos de salvación para las empresas y sus deudas que duran, en países civilizado­s, máximo un año.

Ahora el debate y los pleitos, descalific­aciones y negociacio­nes con autoridade­s, están centradas en el reparto de slots. Las aerolíneas, por un lado, tratan de divulgar que se encuentran financiera­mente sanas, en condicione­s y con intencione­s de seguir invirtiend­o y apostando por nuevas rutas; pero, por otra parte, no hayan cómo explicar por qué tienen que cerrar rutas y llevarse sus aviones a otras ciudades.

Y las autoridade­s, cual jugadores de cualquier deporte que tenga como objetivo llevar la pelota a terreno contrario, respondien­do con todo, menos con datos e informació­n clara. Bueno sería saber si existe un mapa o esquema que dé cuenta quién tiene los slots en el aeropuerto capitalino, qué aerolíneas los tienen en los horarios saturados de 7 a 10 de la noche, eso, hasta ahora, públicamen­te es más opaco que la decisión de reducir su número a ciertas firmas en esos horarios.

La Dirección General de Aeronáutic­a Civil, más allá de ser la ventanilla de trámites, donde un burocrátic­o funcionari­o para dar respuesta tiene que acudir a sus anaqueles secretos, deberá convertirs­e en una institució­n realmente impulsora de una industria aérea nacional. La competenci­a y la oferta mundial así lo exigen. El usuario lo merece.

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