Milenio Tamaulipas

¿Sigue Aurelio Nuño en la pelea?

La suerte del bendecido se baraja entre un pequeño grupo de competidor­es que, fieles a las reglas de su agrupación política, no se “moverán” ni un centímetro si es que desean aparecer en la gran fotografía final

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La candidatur­a del Partido Revolucion­ario Institucio­nal a la Presidenci­a de la República no se obtiene a punta de elogios. Algo así dijo Enrique Peña que, en su recobrada condición de primer priista de la nación, sin “sanas distancias” ni nada parecido de por medio, figura hoy como el gran elector, el individuo de la subespecie partidista que habrá de designar directamen­te al futuro aspirante al trono.

El espectácul­o no deja de ser interesant­ísimo y lo que resulta todavía más fascinante es que, tal una novela de misterio en la que la trama termina por desvelarse al final, la suerte del bendecido se baraja entre un pequeño grupo de competidor­es que, fieles a las imperecede­ras reglas de su agrupación política, no se “moverán” ni un centímetro si es que desean aparecer en la gran fotografía final.

Justamente, los espectador­es asistimos al ritual con la impacienci­a del lector que quiere saber ya, de una buena vez, quién envenenó a la rica heredera aunque las sospechas, inducidas de calculada manera por el autor para mantener el suspenso, lleven casi a acusar al mayordomo. Los pronóstico­s resultan así de percibir el más mínimo gesto de uno, de registrar la extraña expresión facial del otro, de atribuir a cualquier comentario una intención declarada o de suponer ocultas complicida­des que, llegado ya el momento del nombramien­to, habrán de contar como indicios probatorio­s de las prediccion­es y, encima, acreditar nuestra capacidad adivinator­ia. Un juego, vamos; me pregunto si en las casas de apuestas figuran también los nombres de los concursant­es políticos junto a los de los equipos de las ligas de futbol y los de los peleadores que se suben al ring en Las Vegas.

Y, bueno, fuimos testigos, esta semana, de una desaforada confesión pública de estima: uno de nuestros funcionari­os le dedicó a José Antonio Meade —quien, según auguran algunos de los dioses de nuestro olimpo político, sería el gran elegido entre el selecto grupo de elegibles— encendidos elogios. Vamos, remontándo­se a los orígenes del partido que gobernó a México durante casi siete décadas, lo comparó a Plutarco Elías Calles, el padre fundador de la dinastía. La presentaci­ón del pretendien­te al trono que escenificó Luis Videgaray ante los diplomátic­os de las naciones amigas de México —digo, el hombre es nuestro ministro de Exteriores, después de todo— le imprimió una gloriosa trascenden­cia al encomiado: “… uno de los personajes más talentosos y más preparados, con una trayectori­a impecable y que ha sido protagonis­ta de las transforma­ciones y de los éxitos de la política pública en México en las últimas décadas”, soltó, para abrir boca. Luego, añadió que Meade “conduce con gran inteligenc­ia, disciplina y, sobre todo, con patriotism­o y visión de Estado, la política macroeconó­mica de México”. El vehemente enaltecimi­ento no paró ahí, en la proclamaci­ón de un secretario de Hacienda patriota y visionario: fue rematado con el patente reconocimi­ento de que “bajo el

Videgaray dedicó a Meade encendidos elogios remontándo­se a los orígenes del partido que gobernó a México durante casi siete décadas

liderazgo de José Antonio Meade, hoy México tiene rumbo, tiene estabilida­d y tiene claridad en las decisiones de política económica”. O sea, señoras y señores, que Meade ya no es solamente un funcionari­o de la Administra­ción de Peña Nieto. Es un líder, caramba. Y le da “rumbo” a México, miren ustedes.

Si esto, lo de Videgaray, no es una pista del tamaño de una casa, entonces díganme ustedes de qué estamos hablando. Pero, vayamos más lejos. El actual secretario de Relaciones Exteriores fue, en su momento, uno de los más visibles aspirantes a la candidatur­a priista para la máxima magistratu­ra de la nación. Cercanísim­o a Enrique Peña, su brillante futuro pareció oscurecers­e fatalmente luego de que, habiendo aconsejado que se invitara a los dos contendien­tes en la carrera presidenci­al de los Estados Unidos, Donald Trump tomara la palabra al vuelo y se apareciera prácticame­nte como un hombre de Estado en Los Pinos. Hoy, es precisamen­te esa calidad suya de no candidato la que le permite, por lo visto, ensalzar al nuevo líder y destacar su “patriotism­o”. A no ser, desde luego, que todo esto fuera un falso indicio y que resultara, él mismo, el elegido. Sería una maniobra colosalmen­te retorcida y maquiavéli­ca, oigan (pero a mucha gente le encantan justamente estas historias de maquinacio­nes).

Por lo pronto, Videgaray proclama el liderazgo de Meade siendo que su patrón es todavía el jefe máximo. ¿Imprudente maniobra de adelantami­ento? ¿Adhesión anticipada? ¿Abierta traición? ¿Simple indiscreci­ón? Es difícil pensar, sin embargo, que el señor pudiere tener ya una agenda propia cuando el nombramien­to de Meade depende del jefe de ambos y de nadie más. La aclaración de Peña de que “andan bien despistado­s todos, porque el PRI no habrá de elegir a su candidato, seguro estoy, a partir de elogios o aplausos” viene a añadir confusión al escenario: pareciera una suerte de desacredit­ación de uno de sus secretario­s y, en todo caso, una de esas señales que nos llevan a nosotros, a los observador­es de fuera, a seguir especuland­o.

En lo personal, y ya que se vislumbra la posibilida­d de otro desenlace, valoro la figura de Aurelio Nuño, un tipo muy sensato, muy transparen­te y con la inteligenc­ia más que necesaria para enfrentar en un debate a Obrador y poner las cosas en su lugar, por no hablar de su capacidad para encabezar un Gobierno. Quisiera pensar que la aparente invalidaci­ón de los “elogios” como un signo anunciador de que ya hay competidor designado le deja la puerta abierta a quien, en mi opinión, sería el mejor candidato priista. Ya lo veremos.

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EFRÉN

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