Milenio Tamaulipas

Paul Auster

- Gil Gamés gil.games@milenio.com Gil s’en va

G

il caminó por las pasillos del aeropuerto en espera de que su vuelo rumbo a Guadalajar­a llamara al abordaje. Lentes oscuros, ropa discreta, mju, una chamarra muy fina, en fon. Personaje central de la Feria de Guadalajar­a, Paul Auster, el escritor de La trilogía de Nueva York, presentó ante un gran auditorio su libro

4321, publicado por Planeta.

Por cierto, en Un hombre en

la oscuridad (Anagrama, 2008, traducción de Benito Gómez), Paul Auster pone en boca de su personaje principal la trama de la novela: “La historia trata de un hombre que debe matar a la persona que lo ha creado”. Pero, fundamenta­lmente, la historia trata de la parte oscura de la vida: el insomnio, la guerra, la soledad y la muerte. Gil arroja a esta página del directorio estos chispazos.

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Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche en blanco en la gran desolación americana. Arriba, mi hija y mi nieta están cada una en su habitación, también a solas: mi hija única, Miriam, de cuarenta y siete años, que se acuesta sola desde hace cinco, y Katya, de veintitrés, única hija de Miriam, que antes dormía con un joven llamado Titus Small, pero ahora Titus ha muerto, y mi nieta duerme sola con el corazón destrozado.

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[…] aunque mi hija es una persona extraordin­aria, hay en ella algo ingenuo y frágil, y ojalá aprenda que los despreciab­les actos que los seres humanos cometen en perjuicio mutuo no son simples aberracion­es, sino parte esencial de lo que somos. Así sufrirá menos. El mundo no se le caería encima cada vez que le ocurriera algo malo, y no se dormiría llorando todas las noches.

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¿No comprendió Miriam que con el tiempo Richard acabaría siéndole infiel? ¿Acaso no intuía que un profesor de cuarenta años podría extasiarse en el aula ante la contemplac­ión de los jóvenes cuerpos de sus alumnas? Es la historia más vieja del mundo, pero la trabajador­a, la leal, la nerviosa Miriam no prestaba atención. Ni siquiera cuando el drama de su propia madre la consumía por dentro: aquel horrible momento en que su padre, después de dieciocho años de matrimonio, se marchó con una mujer de veintiséis. Yo andaba por los cuarenta entonces. Cuidado con los hombres de cuarenta años.

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A Hawthorne no le importaba. Si el sur quiere separarse del país, decía, pues que se vayan y adiós, muy buenas. El extraño, el maltrecho, el retorcido mundo que sigue girando mientras la guerra estalla a nuestro alrededor: los

brazos arrancados a machetazos en África, las decapitaci­ones en Irak, y esa otra contienda que se libra en mi cabeza, un conflicto imaginario en territorio nacional, Norteaméri­ca resquebraj­ándose, el noble experiment­o definitiva­mente acabado.

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No hay una sola realidad. Existen múltiples realidades. No hay un único mundo. Sino muchos mundos, y todos discurren en paralelo, mundos y antimundos, mundos y sombras de mundos, y cada uno de ellos lo sueña, lo imagina o lo escribe alguien en otro mundo. Cada mundo es la creación mental de un individuo.

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Dejé de fumar hace quince años, pero ahora que Katya está en la casa con sus omnipresen­tes American Spirits, he empezado a recaer en los viejos y sucios placeres, gorroneand­o sus colillas mientras nos zambullimo­s en el corpus total de la cinematogr­afía planetaria, sentados juntos en el sofá, soltando humo en tándem, dos resoplante­s locomotora­s alejándose de este mundo asqueroso e insufrible, pero sin pesar, cabría añadir, sin vacilacion­es, sin una sola punzada de remordimie­nto. Lo que cuenta es la compañía, el vínculo cómplice, esa solidarida­d del a la mierda todo de los condenados.

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Betty murió de tristeza. Algunos se ríen al oír esta frase, pero eso es porque no saben nada de las cosas de la vida. La gente se muere de tristeza. Ocurre todos los días, y seguirá sucediendo hasta el final de los tiempos.

••• Empecé a parecer un personaje de novela del siglo diecinueve: matrimonio inquebrant­able en un baúl, estimulant­e querida en otro, y yo, el gran ilusionist­a, plantado entre los dos, con la astucia y la habilidad de no abrirlos nunca al mismo tiempo. Durante unos meses logré que aquello funcionara, y ya no era un simple mago, sino también un funámbulo, que hacía acrobacias a lo largo de la cuerda floja, pasando todos los días del éxtasis a la angustia, adquiriend­o cada vez más certidumbr­es de que nunca me caería.

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Qué deprisa va todo. Ayer un niño, hoy un anciano, y desde entonces hasta ahora, ¿cuántos latidos del corazón, cuántas respiracio­nes, cuántas palabras dichas y escuchadas? Que me toque alguien. Que me pongan la mano en la cara y me hablen... •••

Todo es muy raro, caracho, como dirían Dios y Pablo Neruda: En un beso sabrás todo lo que he callado.m

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