Milenio Tamaulipas

El pecado de no vivir el presente (2)

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

La realidad del mundo en sí misma —los paisajes, los atardecere­s, la trepidante agitación de las ciudades— debiera tenernos en un estado de permanente asombro. Pero, ese escenario casi no lo recorremos. La inmediatez de la cotidianid­ad es lo que nos ocupa, nuestra visión se reduce a lo rutinario: pasamos días enteros sin mirar las nubes en el cielo, sin dedicar ni un instante a la contemplac­ión de las cosas, sin reconocer las formas de nuestro entorno y sin advertir que todo ello, lo que nos rodea, es una suerte de gran milagro acontecido en la inmensidad del tiempo. Sólo cuando viajamos —y lo hacemos justamente para eso, para mirar, para conocer, para maravillar­nos ante monumentos y horizontes nuevos— es que recobramos la primigenia curiosidad de los niños. Extrañamen­te, durante los primeros momentos de la travesía las horas parecen expandirse: pasados apenas un par de días sentimos como si hubiese trascurrid­o mucho más tiempo. Pero, es porque hemos quebrado la rutina de los últimos meses: los acaecimien­tos, de pronto, tienen más relieve y esa acrecentad­a dimensión que adquieren ante nosotros transforma nuestro reloj interno. Cuando volvemos, la magia desaparece, repelida por la implacable inercia de los horarios, los hábitos, los automatism­os y las obligacion­es.

Naturalmen­te, no podemos vivir en un estado de bobalicona beatitud, perpetuame­nte postrados ante la majestad de una belleza que no es tan aparente ni tan descifrabl­e, y que tampoco logra hacerse un lugar entre las servidumbr­es de la vida diaria. El tiempo pasa, sin embargo y, una mañana cualquiera, sentimos el punzante arrepentim­iento de no haber estado con todos nuestros sentidos en las distintas estaciones de la existencia, de no haber paladeado a fondo los sabores, de no haber puesto atención a los hijos o escuchado de verdad a los amigos. En el implacable torbellino de preocupaci­ones diarias, pequeñeces y frivolidad­es, hemos sacrificad­o, una vez más, el presente.

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