Milenio Tamaulipas

Las nueve y media

De la noche. Huele a mantequill­a, humo, pólvora, maíz quemado y café de olla. El carrusel está abandonado: su operador lee un periódico frente a maltrechos caballitos de madera

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n joven flaco dispara con la escopeta de diábolos contra un patito de plomo. Falla. Sus tres amigos se burlan. Aspira a ganarse un kit de cosméticos o un pollo recién nacido envuelto en un calcetín dentro de una caja de zapatos. Apunta, suspira y dispara. Otra vez falla. Ahora también se burla su novia. Tres cohetes estallan. El joven flaco voltea hacia el cielo nocturno en busca de fuegos artificial­es. No hay colores.

“¿Cuál es el sentido de este horrible ruido vacío?”, pregunta ella.

Al fondo de esta feria que se ha instalado en San León —la callecita que sale de la puerta 3 del estadio Azteca y termina, ocho cuadras después, justo detrás del Parque Asturias— dos hombres discuten —uno panzón, el otro con bigote— frente a un escenario de madera. “No hay condicione­s”, dice el panzón mientras señala un charco en la banqueta. El joven sin puntería se ha formado con su novia para subir a una rústica montaña rusa Una peluda perra gris y sucia lame el piso con la pata izquierda trasera rota y ensangrent­ada

“Tenemos un contrato”, argumenta el de bigote, mientras señala el cielo, “y mira: no hay señales de lluvia”.

Pero ayer —24 de enero—, cayó en Ciudad de México la primera lluvia del año y su recuerdo ha prevenido a algunos vecinos del Pedregal de Santa Úrsula, quienes recorren la feria con impermeabl­es, botas y paraguas en la mano.

Las nueve y media de la noche. Las farolas prendidas. Huele a mantequill­a, humo, pólvora, maíz quemado y café de olla. El carrusel está abandonado: su operador —hombre viejo con sombrero— lee un periódico frente a maltrechos caballitos de madera pintada que inmóviles aguardan, sobre su círculo giratorio dorado, la visita improbable de alguna familia educada desde una sensibilid­ad antigua.

Los niños se concentran frente a los carritos chocones y el joven flaco sin puntería se ha formado con su novia para subir a una rústica montaña rusa. Están solos. Los tres amigos se han ido a comer garnachas. Tres cohetes estallan.

“¿Qué tiene de celebrator­io?”, ella insiste en su aversión al ruido sin sentido. “Echar desmadre, supongo”. Al fondo de la feria se han puesto de acuerdo el panzón y el bigotudo; tres chalanes comienzan a conectar bocinas e instrument­os sobre el escenario de madera.

“Ya se nos viene el bailongo”, dice él y toma de la cintura a su novia, pero ella ha comenzado a llorar. Un llanto mudo que él tarda varios segundos en descubrir. “¿Qué tienes?”, pregunta él. Ella mira fijamente hacia el puesto de garnachas.

“Imaginé algo horrible”, ella dice entre lágrimas, “¿y si le amarraron un cohete al cuerpo?”.

Él sigue la mirada de ella y descubre a una peluda perra gris y sucia, del tamaño de un beagle, que lame el piso con la pata izquierda trasera rota y ensangrent­ada.

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