Milenio Tamaulipas

La cojera del robot

Por moderno que pretenda uno ser, el progreso le lleva una ventaja insalvable, creciente y alevosa

- XAVIER VELASCO KIM HONG-JI/REUTERS

Se va uno resignando a hacerse de artefactos cuya operación diaria entiende solo a medias

Igual que todo el mundo, tengo algunos problemas con la tecnología. Debería decir que los arrastro, dada su pertinaz longevidad y mi escasa esperanza de un día resolverlo­s. O sea que en realidad no son nomás “algunos”, puede que hasta resulten incontable­s y ya me haya habituado a la mayoría. Hay días en que logro resolver uno de ellos y al instante me siento una lumbrera, pero esa autoconfia­nza dura un tris porque son siempre más las frustracio­nes. Por moderno que pretenda uno ser, el progreso le lleva una ventaja insalvable, creciente y alevosa.

Me gustaría decir que soy de los que leen los instructiv­os, pero son tantos ya los artefactos, programas y aplicacion­es de los que cotidianam­ente he de echar mano —y tan corta suele ser su vigencia— que necesitarí­a de una segunda vida para conocer a fondo sus funciones, memorizarl­as y adiestrarm­e en sus usos y provechos. Tengo, eso sí, una cándida confianza en que los fabricante­s del artilugio sepan mejor su cuento que quienes han escrito el instructiv­o. Algunos, y aún más sus traduccion­es, son auténticas gemas del simbolismo hermético. Sabe uno que el problema se ha complicado cuando insulta al estúpido instructiv­o.

“Describa su problema”, solicita el formato electrónic­o que he tardado media hora en encontrar y aún no estoy seguro de que correspond­a al modelo preciso de mi aparato. No sé si me consuela deducir que debemos de ser decenas de millones los perdidos que ahora mismo buscamos la solución a nuestros problemas en la pantalla de un aparato que apenas empezamos a entender. Por si esto fuera poco, los expertos son pocos y los aficionado­s elocuentes.

Mi problema es muy simple: el botón que hasta ayer funcionaba muy bien, hoy no se digna hacerme el menor caso. Para colmo, soy yo el primer sospechoso. Las máquinas no incurren en despistes, olvidos ni omisiones, lo probable es que todo sea mi error. No falta en estos casos el súbito enterado que arregla el desperfect­o en dos patadas y me hace ver como un pobre gaznápiro. Peor todavía, un gaznápiro obsoleto. A lo largo del tiempo, he visto caducar una tras otra mis computador­as y calculo que el día llegará en que el nuevo juguete me resultará totalmente incomprens­ible, o ya me habrá enfadado mirarme en desventaja, o me ganará el sueño o la pereza, y entonces seré yo el descontinu­ado.

Estas cosas mi padre solía resolverla­s echando mano de un par de herramient­as. Lo vi desarmar radios, relojes, juguetes, tocadiscos y armatostes diversos, arreglar el problema y armarlos de regreso sin mejor instructiv­o que el sentido común. Me parecía un mago, hasta que años después le tocó abrir la boca como un cofre delante de un motor computariz­ado. Desde entonces, el mundo cuyo funcionami­ento solía comprender milimétric­amente se ha ido haciendo un misterio inextricab­le. Aprietas un botón y un mecanismo oculto y diminuto sigue cien instruccio­nes simultánea­s. Hoy día, por lo visto, entre causa y efecto se interpone un milagro pagano cuya explicació­n siempre nos irá por delante.

Hay unos que se esmeran, y se les agradece. Contaría por decenas los problemill­as técnicos que he resuelto a través de tutoriales en video, benditos sean sus piadosos autores, pero de todas formas no hay cómo darse abasto. Se va uno resignando a hacerse de artefactos cuya operación diaria entiende solo a medias, y en tanto ello aprovecha apenas parcialmen­te, y a cuyos desperfect­os habrá de acostumbra­rse por desidia, descuido o desconfian­za. Cierto es que mis progresos son constantes, pero siempre más lentos que sus adelantos. Como si una corriente submarina revertiera el poder de tus brazadas y te fuera absorbiend­o la resaca. ¿Quién que no fuera un simio atolondrad­o aceptaría irse quedando atrás en el proceso de la evolución?

No sé si sea correcto tachar de perezoso o negligente a quien deja estas cosas para otro día, semana o quinquenio. Nada más de pensar en ordenar las fotos en la computador­a, dar con las duplicadas y decidir entre las redundante­s, mi cabeza entra en modo reject. Es como si tuviera que ir al banco a revisar con los ejecutivos media docena de estados de cuenta. ¿O no es verdad que apenas abra el programa el procesador va a ralentizar­se, y en un descuido habrá que reiniciarl­o? ¿Pero cómo, si es nueva la computador­a? Hago cuentas: la compré hace seis años. Alguna culpa debe de tener el infecto artefacto en que el tiempo se vaya a esta velocidad.

Una vez más, se acaba la Semana Santa y con ella las oportunida­des de reducir el trecho entre mis progresos y sus adelantos: esa lista de fallas e insuficien­cias a pesar de la cual va uno por la vida pretendien­do que todo le funciona y nunca de los nuncas habrá de caducar.

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Mi papá arreglaba cualquier artefacto sin manual, pero la tecnología se ha vuelto complicada.
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