En los días santos
Se imponía el ayuno; aunque no total, sí torturante para Feo, Ricachá y Wilo, los tres pingos de Lorenza, habituados a cuando menos un buen plato de frijoles con sopa de fideo, chiles curados en vinagre y tortillas suficientes
ías de guardar. Jueves y viernes eran días eternos. De sol intenso, cegador, desde muy temprano, y por la tarde grises, oscuros debido a las intensas tolvaneras: pesaban sobre el llano desolado, donde gigantescos tornados se desdibujaban en la lejanía. La madre prohibía en los Días Santos gritos, juegos, travesuras. Solo quietud, silencio; por las noches, oración.
También la madre de los Charros enclaustraba a sus monstruos. No es que fueran mamás dadas a los rituales católicos (no había siquiera un templo cercano), pero se esforzaban porque sus hijos tuvieran fe en Cristo. Lorenza tenía un pequeño crucifijo de madera y plata que pendía sobre la solitaria pared desnuda, sin repellado siquiera.
Frente a él los enseñó a hacer la señal de la cruz y a santiguarse todas las mañanas, al despertar, y por las noches hincados frente a él, agradeciendo un día más de vida y pidiendo por el bienestar de Querubín y su camión de 12 toneladas, que Dios le cuidara los frenos .
Los jueves y viernes santos no encendían el radio de baquelita donde escuchaban el Risámetro Bimbo o radionovelas como Kalimán, el hombre increíble, o las andanzas de Jesús Arriaga, Chucho el Roto, legendario bandido mexicano que robaba a los ricos para beneficiar a los pobres. Lorenza ponía en sus manos el Manual de Doctrina Cristiana fechado en el año del Señor de 1923, y leían para ella pasajes del apartado dedicado al dogma y a los mandamientos, o de las virtudes y los pecados, o de los sacramentos y las oraciones. Les asombraba lo que era la vida pública de Jesucristo, quien padeció y murió en la cruz para al tercer día resucitar, subir a los cielos y sentarse a la diestra de Dios Padre, para luego asombrarlos y dejarlos perplejos con la resurrección y la ascensión, y temerosos por cuanto leían acerca del juicio final y el posible destino de las almas de los difuntos: el paraíso preñado de frutos y deleites; el purgatorio, especie de horno de panadería donde los penitentes se rostizaban a la espera de que alguno de los ángeles sobrevolara las llamas y reconociera a quien tuviera mérito para ascender al Reino del Señor y librarse del infierno de todos tan temido, habitado por Belcebú y otros ángeles caídos.
A esos días se imponía el ayuno; aunque no total, sí torturante para Feo, Ricachá y Wilo, los tres pingos de Lorenza, habituados a cuando menos un buen plato de frijoles con sopa de fideo, chiles curados en vinagre y tortillas suficientes para tensar la timba al concluir la hora de la comida, lo que indicaba que saciaron el hambre hasta casi reventar.
—El ayuno —ilustraba Lorenza a sus bodoques— significa que el tiempo que dedican a comer lo encausarán a la lectura y la reflexión acerca de la vida y obra de Jesús; es un recordatorio de nuestra necesidad de conocerlo más, de tener presente que la gente no vive solo de pan, sino de cada palabra de Dios.
Pelados a casquete corto, casi pelón, sus mostros extrañaban el llano, los juegos que por las tardes organizaban con la chiquillada de las colonias aledañas. El año pasado los dejó integrarse a las procesiones de Semana Santa, que visitaban siete templos, aunque para ellos era la oportunidad de corretear con sus perros, organizar el burro corrido o el burro entamalado y atender a los regaños de las catequistas para recitar de rapidito el Dios te Salve, Reina y madre, sudorosos, con la tierra escurriéndoles por el pescuezo, y enseguida volver a los juegos mientras en la iglesia los adultos, con rostro grave y fe manifiesta, se entregaban a las oraciones estrujando, ellos, el sombrero, y ellas con la cabeza cubierta con el rebozo, cogiendo sus estandartes y reiniciando la marcha hasta el templo de la siguiente colonia, en triste caravana perdida entre las tolvaneras.
Los mostros se pasaron de vivos. Agarraron camino y no volvieron hasta entrada la noche. Lorenza se tronaba los dedos y pedía al Señor los cuidara de todo mal.
Con Querubín fueron a la tienda y pagaron su entrada para ver en la tele un maratón de pelis: El mártir del Calvario, El rey de reyes, Jesús de Nazareth, María Magdalena, además de Y murió por nosotros.
Al fin los hijos aparecieron: llegaron a Iztapalapa, vieron la crucifixión y al retorno tomaron por asalto los sembradíos que sobrevivían al avance de la mancha urbana. Traían elotes, calabazas, chayotes. Les atizó una chinga de perro bailarín y al otro día permitió que sus hermanos Fer y don Chiquito les dieran su cuelga de Sábado de Gloria: jalones de orejas y pelos de las patillas. Los dejó que fueran a la quema de Judas en las pulquerías vecinas: la del Gordo Arias y la del Camarón.
—Nomás no se dejen empulcar, que a los maldosos les encanta divertirse a costillas de los chamacos embriagados con neutle.
—No ma, cómo cree —respondieron y los vio partir carrera antes del mediodía.
Los rojos Judas de cartón colgaban de un lazo al centro de la calle; comenzó la tronadera: la chiquillada y los habituales clientes se disputaban los vales que pulqueros ponían en las entrañas de los judas; podían canjearlos por juguetes, los niños, o litros de pulque, los adultos.
El Camarón repartía caldo del crustáceo al que debía su apodo y dulces de tamarindo enchilado; tacos de chicharrón en salsa verde y de huevo cocido con arroz colorado. El curado de apio y el de grosella lucía en los vitroleros de cristal a la entrada de la pulcata El Magueyal. En el interior de La Bella Velluda, del Gordo Arias, también había festejo, pero solo para familiares, amigos y clientes consuetudinarios. “Aquí no es beneficencia pública”, decía el Gordo a los escuincles y los echaba. Permitía que lo rodearan cuando tomaba un primer cohetón de vara, acercaba el cigarrillo a la mecha y lo enviaba al cielo: señal de que la gloria del Señor se abría para todos los arrepentidos, incluso para los de La Bella Velluda. Luego entraba a su local y volvía con una enorme batea michoacana, hasta el tope de rodajas de jícama, zanahorias y pepinos espolvoreadas con chile piquín y bañadas con jugo de limón. Repartía platitos de cartón encerado a la fila de chamacos y la esposa de Arias, tan gorda como él, distribuía la fresca botana, cuidando que los encajosos no repitietar ración.
Por la tarde, Lorenza y Querubín sacaban sillas y bajo el tejaban; con sus bodoques ya cansados de tanto vagar y asoleados, iniciaban el reparto de sandía: ¡Del verano, roja y fría/ carcajada,/ rebanada/ de sandía! Además de Feo, Ricachá y Wilo, armaban barullo los hijos del Charro y doña Jose: Juan el Chino, Román Pezuñas, Víctor Birolo, Polo Pambazo y Gonzalo el Mocotes. Querubín les prestaba el radio de baterías para que lo sintonizaran en la versión vespertina de Tres estrellas en el cielo y un lucero: Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís y Lucha Reyes. A quien supiera una canción completa Lorenza lo premiaba con un cucurucho de zanahoria rayada con betabel.
Al anochecer se escuchaba al Charro silbar a sus chamacos, y a doña Jose secundar a gritos: —¿Se vienen a dormir o qué esperan?
La noche se esparcía sobre el salitroso caserío, amodorrado por el calor, desguanguilado.