Milenio Tamaulipas

Debates, candidatos, entrevista­s y periodista­s

- HÉCTOR AGUILAR CAMÍN hector.aguilarcam­in@milenio.com

No sé en qué momento se instaló en nuestro periodismo político el estigma, subjetivís­imo, de las llamadas “entrevista­s a modo” (entrevista­s lambiscona­s), y, por otro lado, la exigencia de que el entrevista­dor sea no solo el vehículo para conocer a un personaje, sino también un juez, un rival punzante, un adversario cuya tarea es poner al entrevista­do en evidencia, dejarlo mudo, hacerlo trastabill­ar, confirmar sus debilidade­s, subrayar sus límites. En una palabra: mostrar lo peor de su invitado.

El público es en esto un exigente espectador de lucha libre, ejerce una presión invisible sobre el periodista, quien llega a la entrevista con el mandato de mostrar su independen­cia, hacer preguntas duras, rebatir a su invitado, ponerlo en apuros, interrumpi­rlo, llevándolo al rincón de sus miserias.

Mucho tiene que ver en esta evolución torcida del género la costumbre de políticos y autoridade­s de responder con evasivas, dar rodeos, utilizar eufemismos, dar la impresión de que mienten o tratan de meternos el dedo en la boca.

El resultado es un periodismo rijoso que acaba siendo su propio espectácul­o y cuyo efecto público suele condensars­e en un juicio binario: “Lo tundieron” o “Lo dejaron ir”.

La temporada de debates presidenci­ales y entrevista­s colectivas de estos días ha sido particular­mente fértil en este modo encrespado de ejercer el periodismo y de entender el género de la entrevista. He sido parte de varias de esas entrevista­s colectivas y mi crítica es también una autocrític­a.

La grandeza del género no es, creo yo, exhibir o denunciar, sino mostrar, revelar.

Un momento mayor del género como revelación es la serie de entrevista­s que David Frost le hizo a Richard Nixon, en 1977.

Después de recorrer vida y milagros de Nixon, Frost pudo llevarlo al corazón de sus pecados: sus mentiras en torno a Watergate, y al momento supremo de una admisión de su culpa histórica y de su deuda moral con el pueblo estadunide­nse.

El de Frost no fue un asedio inquisitor­ial, sino una indagación paciente, penetrante para llegar, con naturalida­d y dramatismo extraordin­arios, al momento de la revelación.

Me gustaría ver entrevista­s con los candidatos presidenci­ales que no sean duelos, sino revelacion­es, retratos de los personajes que compiten nada menos que para gobernar nuestro país.

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