Milenio Tamaulipas

Pancho y

Vito hicieron que los días tuvieran más horas; como niños se inventaron mentiras y se quisieron y pelearon, y en ocasiones terminaron, al advertir lo frágil de su relación: era de pensamient­o, palabra y obra, sin firmas de por medio

- * Escritor. Cronista de Neza

hí está Francisco, muy quieto, contrito, sentado frente al féretro de su pareja: Victoria, finada de 85 años de edad, nativa de la ciudad de Guanajuato: “Donde se rebana el oro, hijos de la chingada”, gustaba exclamar, orgullosa, con tres cheves encima y sin la pastilla contra la hipertensi­ón. Ricardo Medrano, Med, hace guardia ante su abuela, quien entre carencias y penurias lo crió y sostuvo hasta la licenciatu­ra; en un receso, comparte:

—Tenía 15 años cuando la raptó Inés, quien sería su marido y padre de sus tres primeros hijos; separada, llegó al DF, a casa de su hermana Marcelina; pero su cuñado acosó a Victoria Rodríguez Luna: una noche se deslizó bajo sus sábanas y quiso amor a cambio del hospedaje; ella se negó, quiso volver a su tierra.

“A los 28 topó e hizo pareja en Neza con Leandro, en la colonia Porvenir: fue padre de su hija menor, feroz alcohólico y su pesadilla: por las golpizas abortó dos veces y la dejó sin dientes; le decía: ‘Apenas te toco y ya saliste panzona’. Harto de los abusos contra su madre, él y sus hermanos, Jesús —el hijo mayor— marcó un hasta aquí. A los 33 años quiso sentir, pero a su manera, con Francisco. Me decía que los hombres intentamos ser fieros como los perros, pero nunca acabamos de abrir los ojos. Mi abue tardó demasiado en abrirlos”.

La noche avanza. En el zaguán velan a Vito, así le llamaban con cariño. Los deudos ofrecen una silla sobre la banqueta; café, pan de dulce. Med fue hijo-nieto de Vito y Pancho, fueron familia de tres: “Cuando tuve conciencia, él ya estaba ahí, como el dinosaurio del cuento. Anda por lo 80 años. Es miembro importante en la familia, en situacione­s difíciles y gustosas. Por sus rodillas lastimadas camina con dificultad, pero es de acero inoxidable”.

Ricardo observa al abuelo, reflexiona: “Las cosas que pasa un ser cuando divide su corazón en dos. Lo que hará para cumplir con los dos frentes que exigen atención. Nuestra familia es la otra cara de una moneda, ilegible, aparenteme­nte engañosa”.

Sonríe, recuerda cómo Vito, con sus décadas a cuestas y la emoción de una quinceañer­a, a veces pedía a Pancho ya no visitarla, pues tantos años viviendo un amor dividido —decía— aceleran nuestra ruina física. Él escuchaba y bebía el litro de pulque que los jueves ella le tenía en la mesa.

—Es de los pocos placeres que conserva: hace mucho tu abuelo y yo somos como hermanitos en asuntos íntimos —confiaba Vito a su nieto, quien los recuerda horas y horas juntos, sin hablar, “pues cuando dos personas se entienden, hijo, las palabras sobran”.

—En ellos anidaron las palabras; construyer­on una familia con escombros de las vidas anteriores de Vito —dice Med—. A él no le importó poner la mano donde la puso el muerto, ni donde la puso el marido. En la piel tienen anécdotas compartida­s y en la memoria muchas películas de Tony Aguilar: los viernes, como dos novios en la oscuridad del cine, se tomaban de la mano, se daban besitos y jugaban a que yo era su hijo, el que no tuvieron, quizá “para que nada nos amarre, que no nos una nada”.

Pancho entrelaza las manos, suspira frente al ataúd. Para Med es imposible soslayar los recuerdos: “Él me regaló una pistola tirapapas; decía que le echara ganas a la escuela y obedeciera a mi abuela. Chofer, se daba sus mañas para pasearnos en los autos de compra-venta que negociaba para darse ese lujo y regalarnos la tarde del tercer sábado de cada mes: comíamos los guisos de la abuela en portaviand­as, sobre cualquier franja de pasto verde, a la orilla de la carretera vieja a Puebla; en Ixtapaluca, en Ayotla; lejos, donde los ojos de su esposa no lo alcanzaran, aunque era ágil para responder ante situacione­s incómodas”.

Pancho respeta a los hijos de Vito, aunque la familia —cábula, desmadrosa— lo embroma cuando canta y olvida la letra o le sale un gallo: “Es un artista que llegó tarde: su voz muestra estragos, la memoria es un líquido denso a través del colador que lento mana. Pero los abuelos juegan a los novios; se espantan cuando la muerte ronda sus respectiva­s casas y se preguntan qué pasará cuando alguno se adelante y el otro no pueda acudir al velorio, ni llorarle, ni recibir el pésame, ni despedirlo con el último puño de tierra, porque dicen que socialment­e no se debe hacer”.

Como amigo de la casa de Pancho, Ricardo lo acompañó al velorio y sepelio de sus padres. Gustoso, el viejo lo recibió, abrazó, aguantaron las ganas de decirse cosas para que las lágrimas fluyeran, libres. Ahora evoca a la abuela, la mira: juega a dejarse querer, permite que Pancho le tome la mano; no se muestran afecto en público, “quizá por el juego inocente de los amantes ocultos tras una gasa transparen­te”.

Pancho le cantaba a Vito en sus cumpleaños: micrófono en mano y en su advocación de mariachi, la miraba y piropeaba: “Señora bonita, esta canción es para usted”; “Patrona hermosa, a sus órdenes”.

—Pancho juega a que es artista y se siente querido entre los hijos, nietos y bisnietos de quien ha sido, toda la vida, su amor: la que le dio el sí un día de la Virgen del Carmen; le embarró los bigotes con manteca; se dejó querer y ofreció tacos de queso de Guanajuato, su tierra. Para Vito él, jugando-jugando, fue esposo, aliado contra los pequeños y grandes problemas familiares, vecinales.

La noche es larga. Pancho, con mirada cansina, intuye que hablamos de él, que a Med le consta cómo visita cada tercer día a Victoria y gustoso come sus guisos y degusta el pulque. “Él es importante porque fungió como jefe de familia en las bodas mía y de la hija menor de Vito. Para mis hijos es abuelito, lo besan y él: feliz como abuelo y bisabuelo, con las horas que cada tercer día convive con su amor. Luego, cumple el ritual del día: va a su casa, con su esposa, la madre de sus hijas. Volverá dentro de 48 horas”.

Cuando jóvenes Vito y Pancho agarraban rumbo a La Marquesa, camino a Toluca, para abrazarse, besarse entre los árboles: “Hicieron que los días tuvieran más horas; como niños se inventaron mentiras y se quisieron y pelearon, y en ocasiones terminaron, al advertir lo frágil de su relación: era de pensamient­o, palabra y obra, sin firmas de por medio; sin embargo, ella se molestaba si Pancho no acudía a la cita establecid­a desde décadas atrás; pasaba el berrinche y entonces: dónde, cómo estará. Nunca hurgó en su otra vida, no molestó por teléfono; se preguntaba si sus huesos seguirían en este mundo, si aún la quería después de tanto tiempo: con arrugas, achaques. Como dos adolescent­es, celaban uno al otro. Los veía y pensaba: juntos, son amor en la tormenta; flores eternas, el rostro del amor incólume, irreal, ajeno a las verdades cotidianas, fuera de lo convencion­al, tan fuera de este mundo”.

Pancho da paso a más arreglos florales. Llegan los mariachis. Y con ellos se da valor y entona las canciones de cada 12 de abril y 23 de diciembre, pues a la abuela le gustaba festejar dos veces su cumpleaños. Cierra con José Alfredo: La única estrella que tiene mi cielo, se está nublando…/ Quién me lo manda: poner los ojos en una estrella del infinito.

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