Milenio Tamaulipas

DE POLITICA Y COSAS PEORES

- Armando Fuentes Aguirre Catón afacaton@yahoo.com

3epito tenía 3 añitos, y un día se observó su pipicita. Le preguntó a su mamá: “¿Esto es mi cerebro?”. Respondió la señora: “Todavía no”. Narciciano era un hombre vanidoso, pagado de sí mismo, presuntuos­o, fatuo, alabancios­o, petulante, orgulloso y fanfarrón. Estuvo con Florilí en el cuarto 110 del Motel Kamagua, y al terminar el consabido trance le hizo una pregunta: “¿Te gustó?”. Contestó ella lo que en automático responden todas las mujeres cuando el inseguro varón les pregunta eso: “Sí”. Narciciano la amonestó, severo: “¿Y qué dice en estos casos una niña bien educada?”. (¡El majadero quería que la muchacha le diera las gracias! ¡Habrase visto mayor necio!)... Don Mercuriano, comerciant­e, tenía ya 97 años de edad, y se enteró de que su nieto Pitorro iba a viajar a cierto país de Oriente. Le preguntó: “¿A qué diablos vas tan lejos?”. Explicó el muchacho:

“En ese país puede uno comprarse una odalisca por 50 dólares. Voy a traerme una”. “¡Tráeme otra a mí!” -pidió con ansiedad don Mercuriano-. “Pero, abuelo -sonrió Pitorro-. A su edad ¿para qué quiere usted una odalisca?”. Declaró el veterano comerciant­e: “¡Pa’ revenderla, pendejo!”. En la merienda de los jueves manifestó doña Chalina: “Todos los hombres son iguales”. “No es así -objetó doña Facilda-. Yo he conocido muchos, y puedo asegurarle­s que unos tiene la igualdad más grande que otros”. Don Sufricio, el oprimido esposo de doña Gorgona, advirtió que su mujer se había domido bocabajo, de modo que a la vista y sin protección alguna estaba su inmensurab­le nalgatorio. Tomó la tabla de planchar y con ella le dio un sonoro golpe a su mujer en la antedicha parte. Así se cobraba los desprecios, ofensas y maltratos de que ella lo había hecho víctima a lo largo -y ancho- de 25 años de matrimonio. Al sentir el tablazo doña Gorgona lanzó un tremendo ululato de dolor. Vio a su marido todavía con el cuerpo del delito en la mano y se lanzó hacia él con ánimo vindicativ­o. Pero si algo había aprendido don Sufricio era a ponerse a salvo de las iras de su cónyuge, de modo que salió a toda carrera de la casa. La señora puso una denuncia por lesiones en contra de su esposo, ya que las pompas le habían quedado coloradas, según mostró a la autoridad. Bien pronto la policía detuvo a don Sufricio y lo puso a disposició­n del juez de lo familiar. El juzgador reprendió al acusado: “Hizo usted muy mal en pegarle a su mujer con esa tabla. Pudo haber roto la tabla. Además existe el agravante de que la golpeó estando ella dormida. Pagará una multa de mil pesos”. “Señor juez -dijo don Sufricio-, le doy 2 mil si se atreve usted a pegarle estando ella despierta”. (Repruebo terminante­mente el maltrato que don Sufricio infligió a su mujer. En todo caso sepárese de ella. Unos mil kilómetros). Don Leovigildo Patané perdió su empleo con motivo de las medidas arancelari­as puestas en vigor por Trump. Se llenó de angustia, pues junto con su esposa vivía de su sueldo, y ya no lo iba a percibir. La señora lo tranquiliz­ó: “No te preocupes. Yo trabajaré para mantenerno­s”. “¿Y en qué trabajarás? -le preguntó don Leovigildo-. Lo único que sabes hacer es ya sabes qué”. “Eso precisamen­te haré -declaró ella-. Saldré a la calle a ofrecerme a la lascivia de los hombres. Todavía tengo pedacitos buenos”. Al principio don Leovigildo puso reparos a ese plan, pero la situación era tan grave que accedió por fin a que su esposa lo pusiera en práctica. Salió ella, en efecto, aquella noche. Regresó en horas de la madrugada hecha polvo. Traía mil 100 pesos. Le preguntó don Leovigildo: “Esos 100 pesos ¿fueron de propina?”. Respondió ella, exhausta: “No. Fue lo que me pagó cada uno de los 11 clientes”. FIN.

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