Mi queridísima comadre La Chinga Mendoza
“¡No me olvides, compadre, no seas pendejo!”, fue lo último que le escuché. Y no, desde luego que no la olvido
El de María Luisa Mendoza y yo fue un amor a primera vista. Desde los inicios de 1969, cuando comencé a reportear en El Día, sabía de ella porque la leía y tenía presente su memorable texto Tiniebla Tlatelolca (2 de octubre).
Emparejada con Edmundo Domínguez Aragonés, a cargo del suplemento cultural El
Gallo Ilustrado, ella estaba por dirigir otro, Fin de Semana, y algo vieron en mí que pronto me alentaron a alternar mis fuentes populares (locatarios, precaristas, ambulantes…) con asuntos de sus semanarios.
A poco de tratarnos, Domínguez Aragonés y María Luisa me invitaron a comer en su departamento del octavo piso del edificio Cuauhtémoc en Tlatelolco, y del periódico nos fuimos en su vochito con el ánimo de viejos amigos que adoraban a los perros (“ángeles disfrazados”, decía ella).
Y fuimos amigos para siempre.
Mis visitas se hicieron frecuentes porque a ellos les encantaba invitar a sus amigos escritores y al bisoño reportero que era yo, y me di lustre oyéndolos hablar de las obras de Marcel Proust, William Faulkner, Fiodor Dostoievski, Franz Kafka, León Tolstói, Daniel Defoe, Ernesto Sabato, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Miguel Ángel Asturias y otros muchos inmortales que yo iba conociendo como si acabaran de nacer.
En 1971 La China (disfrutaba que le dijéramos La Chinga) publicó su primera novela: Con él, conmigo, con nosotros tres, y a Sara Lovera y a mí nos invitó a leer fragmentos en la Casa del Lago. Entre los asistentes a la lectura estaba Carlos Monsiváis, con quien me presentó y de quien me ufano de haber sido su amigo hasta la muerte. En esa ocasión o en otra conocí a una más de sus amigas: Elenita Poniatowska.
Renuncié a El Día, y en su departamento, en los postres,
me preguntó lo que pensaba hacer. “Corregir tesis de pirruris”, le dije, y me atajó: “¡No seas pendejo! Eres periodista. Vete al mejor diario de México”. Entendí que se trataba de
Excélsior y, sabiendo que ella era amiga de Miguel López Azuara y Julio Scherer García, le pregunté con cierta dosis de esperanza: “¿Y cómo le hago…?”. Entonces me conminó: “¡Como los hombres, carajo! Vas, te plantas, hablas con Julio y le dices que quieres trabajar con él”. Me fui a mi casa (vivía en el 15 de Septiembre, frente a la Plaza de las Tres Culturas), escribí unos párrafos, fui a
Excélsior y esperé hasta que Scherer me recibió y al día siguiente comencé a reportear para Últimas Noticias.
El 5 de mayo de 1976 nació mi hija (su hermanito Leandro dos años atrás), y La China Mendoza se volvió mi comadre laica porque atestiguó su registro como Obdulia. “Qué bueno que también le dicen Lula”, me soltó. Arrejuntados como vivían, María Luisa y Edmundo resolvieron casarse a mediados de los años 80 en Atlixco, Puebla. Se tomaron la foto de boda en un estudio pueblerino y la recepción fue en la casa de Héctor Azar. Tuvieron de testigos a personajes de pedigrí. “Cuevas, José Luis”, llamaba el juez para la firma. “Fuentes, Carlos; Gironella, Alberto; Paz, Octavio…”. Mi sorpresa mayor fue cuando, con el mismo estilo de pase de lista en la primaria, invocó: “García, Gabriel…”, para continuar con la nómina de estrellas.
Los encuentros fueron espaciándose en sus casas de Sabino y General Terán, pero el teléfono nos compensó.
Hace dos semanas María Luisa me llamó y quedamos en comer en su casa pasando el tsunami de las elecciones.
“¡No me olvides, compadre, no seas pendejo!”, fue lo último que le escuché.
Y no, desde luego que no la olvido.